Ni de izquierdas ni de derechas

Una Constitución es la ley fundamental o conjunto de reglas que constituye el poder en un Estado, distinguiendo la función legislativa, la ejecutiva y la judicial, para bien, separadas, equilibradas y controladas entre sí. Y que establece su identidad (laica, confesional, atea…), de la que depende la moral, rasgo esencial para abordar p. ej. las cuestiones de salud y enseñanza; su forma (republicana, monárquica, dictatorial…), que condiciona la estructura social, su relación con la propiedad y los asuntos internacionales; su articulación (central, federal, confederal…), que determina la presencia o ausencia de cámara territorial y de representación de entidades jurisdiccionales en los diferentes ámbitos; los niveles administrativos (general, autonómico/estatal, provincial/comarcal, local…), que debieran fomentar la representación sectorial y a los que debiera subordinarse la partición impositiva; y el sistema político que relaciona los poderes y determina quiénes los ejercen (democracia, aristocracia, oligarquía, absolutismo…).

  Cada uno de estos aspectos puede, a su vez, ser reglado de diferente manera. La república puede ser presidencialista (EE. UU., Venezuela), semipresidencialista (Francia, Portugal), parlamentaria (Alemania, Italia) o de partido único (China y, en la práctica, Cuba). Por capacidad económico-organizativa y/o vinculación de los partidos al aparato estatal, en las monarquías es habitual asimismo el unipartidismo hegemónico (Japón) o el bipartidismo predominante (Reino Unido, Suecia), inquietados principalmente por el nacionalismo (que en el caso de Japón, como en el caso de la república alemana, obedece a la xenofobia y a la restitución de la operatividad militar y las posibilidades derivadas). Más restrictiva que la adscripción estatal a un partido, constitucional o hegemónica, es la adscripción estatal a una religión (Arabia Saudí, Israel, Irán) —más vale que haya diferentes cielos—. Atendiendo al fundamento constitucional, la democracia puede ser puramente formal, centrándose únicamente en los procedimientos y liberando al Estado de compromisos en la Constitución, o material (social, popular, proletaria…), con sustancia política compartida y el Estado garantizando en la carta magna cierta seguridad, en sentido positivo, a la sociedad. La razón de que existan estados es la defensa integral de la nación, del pueblo, el provecho común de las virtudes de los habitantes, de los pobladores.

  En cualquier caso, la inconcreción en el marco constitucional conduce a la dependencia de las Cortes y de un tribunal o sala pertinente para la interpretación de su contenido y aplicación (las concesiones sociales o principios rectores necesitarían de las voluntades ejecutiva, legislativa y judicial). No obstante, puesto que la economía de mercado no está por la labor de considerar los valores humanos, puesto que la producción no escucha a la demanda sino que se endosa la oferta al patrimonio privatizado que son las personas (p. ej. con fondos buitre en vivienda, sanidad o pensiones), por rigor científico-político, se debieran blindar en la Constitución puntos neutrales entre lo liberal y lo social para no dar pie al elitismo en determinados servicios —¿liberales en lugar de sociales?—, sin necesidad de prorratear el poder entre los partidos en los Parlamentos. Atendiendo a la cualificación ciudadana, podemos diferenciar también entre democracia directa (con algún resquicio en Suiza y en países que reconocen los referendos y la capacitación de sus ciudadanos), democracia representativa (para bien, de los vecinos y no de los partidos, con procedimientos para controlar, ser consultados, y destituir llegado el caso al representante en el ámbito territorial relativo, es decir, democracia también verdaderamente participativa), y democracia testimonial (cuestión de fe en marcas electorales cada equis años) con el capital y no el tiempo enmendando las leyes fundamentales. Así, por ejemplo, con el fin de buscar el equilibrio entre territorios no soberanos con diferencias históricas y culturales que quisieran constituirse en Estado para sumar (como hizo Austria), podríamos hablar de república laica, federal con democracia (en el caso austríaco parlamentaria representativa de los partidos, es decir, testimonial o partitocrática). O por el contrario y por la fuerza, en el caso de anexión de territorios por motivación económico-religiosa, de monarquía de determinada rama abrahámica, centralista con poder absoluto, anacronismo al que sociedades sedicentes civilizadas se siguen empeñando en servir para sustento de la cultura de «la democracia tal y como la conocemos».

  Para disponer una Constitución sin ideología(s), habría que tener claro lo que es ideología y lo que no lo es. Los que dicen no tener ideología, los que dicen no sentarse ni en la figurada bancada de la izquierda ni en la de la derecha, presuntamente por revolucionarios, equiparan el comunismo al fascismo. Entendimiento gravemente distorsionado, quizás por considerar que hemos alcanzado el cénit evolutivo, quizás por provenir del mundo jurídico que escapa de la igualdad matemática y la visión geométrica durante su formación, pues el polo opuesto al comunismo sería el capitalismo. Las respectivas degeneraciones de estos dos sistemas económico-productivos dan lugar al totalitarismo, a la dictadura, se entiende que permanentes, no eventuales como las de la república romana (donde ya había tribunos de la plebe redistribuyendo la tierra), hoy día desglosadas en los estados de alarma, de excepción y de sitio (art. 116 de la C. E.). Cada degeneración despiadada tiene su propio sello de autor, p. ej. el estalinismo o el franquismo (agrupado dentro del fascismo por semejanza con los regímenes italiano y alemán de la época). ¿Y cómo permanecer equidistante entre modelos o, si se prefiere, entre sus degeneraciones salvajes? Pues resulta que la neutralidad ya fue concretada en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, presentada solemnemente en 1948 por la Presidenta de la Comisión de DD. HH. de la ONU, Eleanor Roosevelt, la viuda repentina de Franklin Delano Roosevelt justo antes de la llegada de las tropas de Stalin al feudo de Hitler y del impune bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki para mejor posición negociadora del nuevo presidente, H. Truman, culminando así el proyecto Manhattan e iniciándose el Programa de Restablecimiento Europeo supervisado por G. Marshall, Jefe de Estado Mayor del Ejército estadounidense (reconocido por ello con el Nobel de la Paz).

  La caída de Berlín quedó inmortalizada en la famosa fotografía de la Bandera de la Victoria (la de la URSS) ondeando sobre el Reichstag, propagandística si sirve de consuelo a quienes sólo se sienten representados por las fuerzas estadounidenses, las cuales fueron recibidas en Mauthausen con el saludo de «los españoles antifascistas» víctimas del correligionario español del Führer (exiliados a Francia, prisioneros de guerra y también refugiados, con la aquiescencia de Franco y Pétain), en una inmensa pancarta con la bandera soviética en el centro flanqueada por la estadounidense y la británica. La División Azul de la Wehrmacht no consiguió retratarse con la rojigualda en Stalingrado tras doscientos días de asedio. El fascismo y su credo criminal fueron derrotados, los que no saben ganar ni perder quedaron entonces subcampeones. No obstante, se aprovechó el componente económico y el potencial científico-técnico que la guerra y el hambre agudizan, para enfriar la warfare primero y transmutarla en lawfare hasta la actualidad. Franco se vanagloriaba de haber «contribuido decisivamente a la formación del concepto de Europa». En la balanza de libertades económica y social se fue ponderando más a la primera, a lo loco desde la aparición de Reagan y Thatcher (con discípulos como Solchaga, Corcuera o Solana, ministrable este último de lo que fuera) y la desaparición del contrapeso de la República Democrática Alemana (1990), la Unión Soviética (1991), Yugoslavia (1992)… Huelga decirlo, pero Alemania había sido dividida, de mutuo acuerdo entre los vencedores, en dos partes, una capitalista (invalidando ya el fascismo) y otra comunista. La frontera entre las dos Alemanias se estuvo cruzando permanentemente en las dos direcciones, sobre todo para hacer negocio. La inconsciencia neoliberal anglosajona se ha mantenido, optando por la sociedad económica y el mercado en lugar de la sociedad política y el ser humano —el racional— como aconteció en el Renacimiento y durante la Ilustración. Los que sobrevivieron al siglo XX desecharon la posibilidad de una Administración neutral. El revisionismo para la polarización fascismo-comunismo no tiene otro objeto que deshacerse del componente social en política. Asumir la herencia ideológica de los Moa, Aznar o Pérez-Reverte, no tiene cabida en un proceso de libertad constituyente.

  Se argumenta que no puede existir la igualdad porque la naturaleza es desigual. No es cierto, hablamos de la naturaleza humana, de seres racionales. Decía Hesse que «la vida consiste sólo en la fluctuación entre dos polos, en el ir y venir de un pilar del mundo al otro». Pues bien, es durante el paso del ecuador cuando aparece la fiesta, los períodos de igualdad y las sociedades cooperativas igualitarias (en sentido amplio, no sólo empresarial), quizás apenas durante un siglo, justamente cuando caen los imperios como el que ahora está cayendo. El que no lo crea así, puede repasar la historia y no la mitología. Con todo a su favor, el capitalismo cae solito, muere de éxito, pierde la hegemonía en el globo. Lo racional es que Europa, y España con ella, equidistante entre Occidente y Oriente y sin tener nada claro que Estados Unidos pueda volver a ser grande de nuevo —ni el capitalismo salvo que se descubran y colonicen planetas con vida inteligente—, se posicione en la neutralidad entre ambos mundos. Lo dado es que Europa recupere su grandeza, sus valores humanos y su libertad. Que recupere la iniciativa para no consentir y mucho menos celebrar lo que la NATO (es decir, el Departamento de Defensa de EE. UU.) e Israel hacen con Palestina, lo que la NATO y Turquía hacen con Siria, lo que la NATO y Arabia Saudí hacen con Yemen, lo que la NATO y Marruecos hacen con Sáhara Occidental, lo que la NATO y Colombia hacen con Venezuela… Estamos tan en guerra como hace dos mil años, y el imperio que prende fuego al globo pierde. Lo delata su monumental burbuja armamentística que hace tiempo que no puede ocultarse, así como la inseguridad y la infelicidad de sus calles, las de una democracia en permanente enfrentamiento electoral, por cierto. Se alabó el gusto a Alfonso XIII y a Franco por no tomar partido (oficialmente) en las contiendas mundiales. Hoy día seguimos ligados a una de las partes, con hipertrofia y macrocefalia castrense que maman de las ubres estatales que da gusto verlo. Nuestro caudillo militar y jefe de Estado, monarca sin señoreaje, ya plato de segunda mesa, se ha dedicado tradicionalmente a los negocios y las comisiones, al componente económico olvidando manifiestamente el social que también se deriva de las relaciones exteriores. En el interior, todo hay que decirlo, nos reparte a veces aceite y leche, sobre todo leches.

  Se nos pide que seamos nacionalistas unitarios en el interior sin aunar fuerzas en el exterior. Y es que no son dos cuestiones, sino una, la igualdad, que no se puede plasmar proporcionadamente sin concebir los diagramas de Venn, las homotecias o los diferentes sistemas de proyección y perspectiva. Nuestra atadura no radica únicamente en nuestro territorio, al que le fue otorgado el manejable Estado de partidos, sino en los medios, bancos y mercados con sede real en el extranjero y que con tanto empeño venden nuestra democracia —el coto privado que es España— desde la Secretaría de Estado de la España Global. Resulta que los que tienen el parné, los que lo imprimen por la cara, los que se quedan los intereses de las obligaciones estatales, los verdaderos pordioseros y panzas al trote cuando llega la depresión económica, pueden interpretar sin problema la lucha de clases y tener camaradas hasta en Indonesia, mientras que los que no tienen un clavo y aspiran al internacionalismo son unos quijotes. No solo se pueden seguir dos líneas de actuación, la civil y la institucional, sino que no queda más remedio que compartir camino. La libertad constituyente no puede darse si ya está decidida la Constitución. Las personas versadas en materia política y administrativa del Estado deben instruir al resto, una lucha contra la opinión mediatizada por los grupos de presión del poder económico, potestad que obvia la parte que no tiene que lidiarla. El sistema electoral mayoritario uninominal, a doble vuelta si fuera necesario, expone a los representantes políticos y por tanto a los representados. Considerando igual de importantes las funciones de los poderes estatales, de alguna protección contra la calumnia deberán ser dotados los discriminados. Quizás de puñetas, pelucas o crucifijos, o bien bajando de los altares a los que manifiestan que la igualdad no puede darse en nuestro ecosistema, a los que no pueden idealizarla pero sí a los dioses. Anguita decía que el que no vota no cuenta, Gª-Trevijano decía que el peso de la ideología de los que votaban era mayor que su vergüenza. Los dos fueron vilipendiados por el cuarto poder, como está ocurriendo ahora con otros republicanos. Por algo será.

  Parte del republicanismo institucional es devorado por la ideología, cierto, exactamente igual que parte del republicanismo abstencionario. Parece claro que, para encontrar un consenso provechoso para el conjunto de habitantes y no para unos pocos, tanto los políticos de las instituciones como los repúblicos de la sociedad civil deben trasladar al resto de la ciudadanía los obstáculos democráticos que encuentran, esto es, contar la verdad sin partidismo. Se acerca el invierno en el cigarral abastecido por el sacrosanto imperio romano-germánico, en la colonia de la socialdemocracia alemana a su vez colonizada por la democracia cristiana italiana —no lo olvidemos—, en el engendro que acoge lo peor de los mundos comunista y capitalista: la burocracia (del politburó) y el dogma, al servicio ambas de una economía que no asegura el progreso social. Un nuevo socialismo testimonial con un nuevo liberalismo que trata de desintegrar a la persona y lo consigue. La cultura es cualquier cosa menos Cultura. Se le ha extirpado la Ciencia, la Enseñanza y la Universidad, la prueba es que se han ido separando del ministerio de Cultura que premia a las productoras de los programas de entretenimiento. Junto a la gastronomía, el turismo, la religión, la fiesta, el fútbol y el toreo, conforman la neocultura del neoliberalismo y su neolengua. Son lo esencial en un sistema estrellado. Las personas no son ya personas, sino prostitutes en potencia, mercancía. Cuando éramos analfabetos, éramos más cultos. Decía Anguita sobre el alumbramiento socrático que practicaba, «la gente no sabe que sabe». Pero cada vez cuesta más trabajo desadoctrinar al personal, pues se le ha ido esclavizando de sí mismo y se siguen haciendo rehenes bipolares. Expresado en términos piadosos, por si me lee algún democristiano: «Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que recorréis tierra y mar para hacer un prosélito, y, cuando llega a serlo, lo hacéis hijo de condenación el doble que vosotros».