Lo que el bipartito esconde

Imagen: Mateo-Sagasta y Cánovas del Castillo. Pacto de El Pardo . Revista satírica Don Quijote, 1894. Dominio Público

«Los españoles pensaron ingenuamente que la España propiamente dicha, no la que se vendía y se entregaba a la codicia extranjera, tendría de su parte a esos dos grandes imperios, puesto que los altos intereses de éstos coincidían con los hispánicos. No fue así. La lógica de los hechos era otra.» | Antonio Machado, Desde el mirador de la guerra , 3 de mayo de 1938.

Si bien estratégico, España es un mero peón en la contienda global desde que la Casa de Bourbon desembarcara en la península forzando el movimiento de británicos a Gibraltar y Menorca para frenar las aspiraciones francesas, mientras la Casa de Hannover aseguraba la unión de la Gran Bretaña y la sucesión en el trono a los Estuardo cerrando el paso a la católica descendencia de Luis XIV por el Act of Settlement que reforzaba a la Iglesia-Estado inglesa no papal y profundizaba el conflicto nacionalista-religioso en la isla de Irlanda (especialmente en la provincia norteña del Úlster). La instauración borbónica en España tuvo un coste definitivo en cuanto a posesiones y control comercial de las Indias (los británicos también obtuvieron el derecho a traficar con esclavos en la América española mediante el Asiento de Negros de la Paz de Utrecht), así como en la articulación institucional de los reinos y principados por los reales decretos, de Felipe V, de Nueva Planta de las Reales Audiencias, inspirados en el modelo centralista y absolutista de su abuelo, el rey Sol. Dejando al margen los dominios que terminarán desvinculados de la soberanía española por el declive tras la transmisión de la herencia de los Austria, los estados de la Corona de Aragón (Aragón, Valencia, Mallorca y el Principado de Cataluña) serán sometidos a un proceso de provincialización (que culminará con la división administrativa de 1833), junto a los de la Corona de Castilla, siendo las tareas de gobierno asumidas por el Consejo de Castilla y los representantes integrados en unas Cortes centrales sin unificación jurídica por las excepciones de Navarra, Vizcaya, Álava y Gipúzcoa (que conservarán privilegios por fidelidad al linaje de los francos y al catolicismo romano), ni de lengua oficial por el caso del euskera (sin exclusividad del castellano en las administraciones de justicia de los citados territorios singulares, no así en la Corona de Aragón que se extinguía).

  Desde entonces y pese a una historia plagada de traiciones y ventas a imperios y dinastías extranjeras, han sido frecuentes los momentos en que la nación española (el pueblo) ha creído ingenuamente que los intereses de otros Estados coincidirían con los suyos. Pero precisamente por no tratarse de democracias, por no ser los pueblos los que ostentaban el poder y tomaban las decisiones, la lógica de aquellas potencias colonizadoras pasaba por sostener antiguos regímenes que les conferían cierta soberanía y les reportaban beneficios. Y así se van sucediendo las injerencias en nuestra pertrechada península, como la de los Cien Mil hijos de San Luis para poner fin al trienio liberal (1820-1823). O la de las fuerzas navales de los imperios alemán (II Reich) y británico (victoriano) para limitar a sexenio el período democrático tras el exilio de Isabel II (1868-1874) y seguir ejerciendo el control mediterráneo una vez restaurados los Borbones en la figura del bastardo de La de los tristes destinos, Alfonso XII —pues la ilegitimidad persigue a esta estirpe—. La Constitución de 1876 establecería un régimen católico de alternancia bipartidista (partido liberal-conservador y partido liberal-progresista, con Cánovas del Castillo y Mateo-Sagasta sucediéndose en la presidencia en repetidas ocasiones) hasta la pérdida de confianza en la persona de Alfonso XIII, «sagrada e inviolable», con competencias legislativas y para el nombramiento de senadores vitalicios y la separación de ministros (hoy vigente todavía), derivada en el golpe de Estado y la dictadura de Primo de Rivera, la dictablanda de Berenguer y un nuevo abandono de la jefatura estatal.

  Ya en el siglo XX, constatamos la imposición del régimen franquista por parte de la Alemania nazi y la Italia fascista para acabar con la II República Española (a través del Estrecho de Gibraltar y con anterioridad al estallido de la guerra civil), no sin la «decidida y obstinada intervención en favor de los invasores de nuestra península» —como manifestara Machado sobre el llamado Pacto de No Intervención— que Churchill y Truman vendrían a confirmar en la Conferencia de Potsdam de 1945 al consentir el gobierno de «carácter totalitario y fascista» del régimen franquista según la propia CIA , con «arraigado historial anticomunista como credencial» para la Guerra Fría que se iniciaba, eso sí, y «estrechos vínculos» con Latinoamérica que podían ser explotados (véase la florida relación con dictadores como Vargas, Batista, Pinochet o Videla). El reproche a la cuestión española se limitó a denegar el ingreso en Naciones Unidas (organización a la que EE. UU. desoye cuando le viene en gana), postergándolo una década una vez recobrado el Concordato con la Santa Sede. Documentos desclasificados del Departamento de Estado estadounidense a la finalización de la II G. M., revelan que los servicios de inteligencia consideraban necesario un sistema bipartidista tras la muerte de Franco (que había alcanzado ya la edad de la esperanza de vida por entonces), con un partido socialdemócrata y otro democristiano alternándose en el poder ejecutivo. Un patrón que se repite en la reconstrucción europea (donde el virus nazi y sus variantes fascistas habían incidido con más fuerza), siendo habitual además tanto la cohabitación en el Estado (Presidencia, Gobierno, Congreso, Senado, Parlamentos regionales, etc.) como la coalición gubernamental de las dos formaciones políticas complementarias —con muletas si hace falta—. Los liberal-conservadores y liberal-progresistas alemanes de hoy, democristianos y socialdemócratas, son los pioneros en la Gran Coalición, actualmente interesados en frenar el avance de la Alternative für Deutschland y no tanto el de su homóloga española, Vox. En Francia, el democristiano Chirac fue primer ministro del presidente socialdemócrata Mitterrand, lo mismo que Jospin lo fue de Chirac cuando éste alcanzó la presidencia estatal.

  La diferencia entre un sistema político (interesado por el pueblo) y un régimen político (interesado por el antiguo régimen) es que el sistema democrático es reformable para renovar el pacto social, mientras que el régimen, totalitario o autoritario, solo es derogable (por el demos), por estar atado y precisar de una reforma total o esencial para satisfacer la necesidad evolutiva. El que nos fue otorgado en 1978, con excesiva materia inconcreta y sujeta a múltiples interpretaciones de los principios rectores de los padres constitucionales, además de ser un régimen autoritario, no sirve. Ha transcurrido el tiempo suficiente como para darnos cuenta de la normalización de prácticas ilegales y alegales (en algunas ocasiones bajo declaración de inconstitucionalidad sin pena ni gloria), siendo el poder ejecutivo el encargado de legislar a través del decreto-ley (vestigio dictatorial convertido en hábito), amparado por la situación de urgencia que el propio Estado propicia. La emergencia posibilita la autorización de usos y abusos indebidos y desproporcionados —y ninguno de los ejecutivos retira la mordaza, al contrario, la agravan—, al tiempo que diluye la responsabilidad (sirvan de referencia los contratos y autorizaciones vacunales que se renuevan en condiciones de excepcionalidad pese a la cacareada «eficacia»).

  Una manifestación reciente del régimen político, otorgado y subyugado por la bancocracia global (la dictadura de la trinidad NATO, IMF y WB) más la deuda y déficit europeos, es la declaración del estado de alarma/excepción/sitio justificado por la incidencia pandémica (íntimamente relacionada con la capacidad de los sistemas sanitarios y la respuesta que puedan ofrecer las autoridades médicas), con unanimidad de los partidos estatales para no investigar la gestión delegada en las autonomías (y, por lo tanto, en diversas formaciones políticas) y la peligrosidad derivada para la ciudadanía de la aparición de leyes de seguridad que impidan el ejercicio de libertades fundamentales y mantengan en segundo plano las reivindicaciones sociales. Son también muestra de [dis]funcionamiento, la nulidad legal a posteriori y sus efectos prácticos con amnistías fiscales como la que atañe a la cuenta ‘Soleado’ o el traslado/cese de competencias para investigar actividades delictivas (inspecciones de hacienda y trabajo, unidades policiales y judiciales, comisiones nacionales, etc.). Una conducta plasmada a la perfección en la máxima del jefe de Estado relevado y cuyo Estado sigue en pie: «lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir». Si la ley no es arropada por la costumbre de ser cumplida, no hay Estado de derecho. No puede haberlo con retroactividad jurídica en alguno de los sentidos: bien por afectación de una nueva norma con anterioridad a su entrada en vigor, bien dejando sin efecto una norma vigente a partir de un apaño legal ex profeso.

  El resto de legislaciones (ajenas al ejecutivo) se dejan al dictado extranjero y bajo mandato imperativo de la disciplina y consenso de partidos. Leyes visadas por el Consejo de Estado y por las grandes empresas concernidas (con puertas giratorias entre el Estado y los Consejos de Administración), que se pasan por el forro de los cojones las convenciones, dictámenes y sanciones, que pagamos entre todos, cuando van en dirección contraria a las posibilidades corruptivas. Y este es el «sentido de Estado» que tanto celebran las marcas electorales y que tanto difiere del sentido de nación, visto nítidamente con el impopular consenso partidista acerca de la necesidad estatal de modificar el artículo 135 de la Carta Magna, justo después de ascender C. Lagarde a la gerencia del IMF, tras las renuncias de R. Rato y D. Strauss-Kahn durante la gestión de la anterior crisis capitalista (todos ellos involucrados en escándalos, abusos de poder y procesos judiciales). Un arreglo con el objeto de dar prioridad a la herramienta financiera ante las personas y el interés general, tremendamente distanciado del interés particular del Gobierno y de los partidos. Porque el Presidente es siempre el capataz del poder, pero el poder no siempre lo ejerce el pueblo. Solo cuando hay democracia. Nunca cuando hay demagogia, es decir, degeneración democrática. Y lo nuestro es una democracia disminuida en origen, un totalitarismo troceado.

  El pacífico turno de partidos, con su infatigable demagogia bipolar, salvaguarda los intereses del capital, de las bolsas, de los indicadores económicos y de los estimadores de riesgos y amenazas, que nada tienen que ver con la estabilidad de un país y su democracia. Y estos intereses particulares son lo que el transnacional bipartito, sirviéndose de sus adminículos, procura esconder. En el caso de España, los intereses del índice ibérico (IBEX) y de las empresas con más liquidez por herencia franquista, impulsadas en algún caso por el trabajo esclavo. Mientras existan procedimientos no democráticos (por no existir representación de los distritos sino de los partidos y por no estar registrados en la Constitución, que es donde deben estar) como las mesas de diálogo, los consejos interterritoriales y las conferencias de presidentes autonómicos, no es necesario para el Estado recurrir a la Große Koalition. Constatada la disposición favorable a la implantación del Certificado Covid (el Digital Green Certificate o pasaporte sanitario que nuestros amos europeos imponen para expiar la cíclica recesión capitalista) por parte de los presidentes autonómicos del PP tras la 24ª conferencia celebrada recientemente en Salamanca y centrada en la pandemia (bajo la misma fórmula que PSOE de «no se descarta»), y escuchando al Gobierno alabar a la oposición por haber «recuperado el sentido de Estado», uno se pregunta si no habrá llegado el momento —por desgracia— de unos nuevos Pactos de El Pardo (o de la Moncloa, o de la Zarzuela).

  Si no fuera por que los fallecidos con pauta completa están fastidiando el relato… Los medios de persuasión constriñeron el procedimiento científico de modo que hubiera consenso entre los partidos institucionales acerca de la locura de vacunar al 100% de la población, como imposición financiera más que como solución sanitaria. Si cuando alguien fallece tras la vacunación, lo justifican por «patología previa», ¿no se debería dejar de vacunar a dicha patología previa o al menos proporcionar el consentimiento informado dando opción a los pacientes? Sin dejar de proteger, por la inmunidad que ofrecen los anticuerpos naturales de los llamados asintomáticos, más eficaz y barata que las campañas de revacunas para variantes. Los partidos bisagra contribuyen, quieran o no, a la pantomima estatal. En estos momentos es el poder judicial (propuesto por el ministerio de Ruiz-Gallardón justo antes de la disociación de los Populares) la única oposición, aprovechando el vacío legal que permite al CGPJ perpetuar su mandato para garantizar la impunidad del ejecutivo saliente, alimentar el bipartidismo y dar auxilio al Estado. En permanente situación de emergencia nacional y judicial, y mientras los directivos del IBEX perciban dividendos, el régimen está a salvo.