Movimientistas

Imagen: @_PANCREA



Juro cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino, así como guardar lealtad a los principios que informan el Movimiento nacional.
+Si así lo hiciereis, que Dios os lo premie; y si no, que os lo demande.

22 de noviembre de 1975. Juan Carlos R. y Alejandro Rodríguez de Valcárcel, presidente de las Cortes franquistas.


Se cumplen cincuenta y cuatro años, cuatro meses y un día de la Ley 9/1968 de 5 de abril sobre Secretos Oficiales, actualizada diez años después acerca de las facultades requeridas para la calificación de las materias clasificadas y que hoy el Gobierno dice querer europeizar. Más de medio siglo de condena a la ley del silencio y del olvido (en 1977 llegará la del perdón sin necesidad de confesión) que venía a recordar a los españoles que el dictador, que ya había superado por entonces la esperanza media de vida, se encomendaba a los letrados del Estado ante el juicio de la historia inminente. Hablamos del tirano que había derrocado la democracia liberal y accedido a la jefatura estatal por rebelión armada y usurpación de la totalidad de poderes treinta años antes, que presidía las instituciones y regía los designios de un país de confesores y delatores en permanente estado de alarma por actividades y actitudes antiespañolas o anticatólicas. Con el pueblo de dentro y fuera de España vislumbrando el momento «cuando mi capitanía llegue a faltaros» que el generalísimo pondría en la agenda del año siguiente con el anuncio sucesorio durante el tradicional tostón navideño (tb. heredable). El segundo año de vida del primer y único hijo varón reconocido públicamente por el hoy rey honorífico —reconocible entonces por venir con un casoplón bajo el brazo— y el año de la anunciación de la restauración monárquica en la figura del nieto (y no del hijo) del también huido Alfonso XIII. Éste sí, culpable de alta traición con orden de arresto en el territorio español, subsanada por Franco a finales de 1938 al anular la condición de proscritos que les confería la sentencia de la Comisión de Responsabilidades de las Cortes republicanas a él y a su estirpe, «sin que se pueda reivindicarlos jamás ni para él ni para sus sucesores».

  Cabe reseñar que Franco no pretendía que se llevara a cabo una restauración del linaje, correspondiendo en tal caso la corona a D. Juan de Borbón, sino una «instauración de la monarquía como coronación del proceso político del Régimen» en la persona sagrada y manejable de Juanito. O al menos eso se le trasladó desde El Pardo al conde de Barcelona. El jefe de Estado legitimado por los obispos españoles y el Vaticano antes de acabar la guerra era quien decidía. Y lo hizo en 1969, por la autoridad que le había sido conferida en la Ley de Sucesión de 1947 con refrendo popular (previa carta pastoral de la inmensa mayoría de prelados a los parroquianos de las diócesis), pudiendo desechar y desechando al predecesor dinástico del Príncipe de España y legítimo pater familias de la Casa de Borbón, que sólo justo antes de las primeras elecciones franquistas en 1977 renunciaría a sus privilegios genéticos. A los que renunció en la intimidad de La Zarzuela, el mismo escenario familiar donde su hijo el Campechano traspasaría al nieto (el Distante comparado con el padre) el mando supremo de los ejércitos renovados (la faja grana de capitán general, la banda azul de jefe de Estado la llevará puesta Felipe, ya sin padrino, al Congreso por la tarde). En el palacete por cuenta de Patrimonio Nacional que Franco le puso al primogénito para casarse, tener dos niñas y un niño en cuatro años, e ir avanzando el sorpasso en la línea sucesoria de España a medida que traslucía el cisma paternofilial —cual Carlos IV y Fernando VII—. El descendiente más apropiado para el dictador quedaba de esta guisa como beneficiario de la transmisión de las prestaciones dictatoriales hasta nuevo ordenamiento jurídico y como adjudicatario de la amnesia histórica que venía a complementar a la inviolabilidad en el ejercicio del cargo.

  La confirmación del nuevo adepto movimientista en el mensaje de Navidad ocurría ya con Suárez de director general de Radiodifusión y Televisión, poco antes de dar el salto a ministro-secretario general de Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (FET y de las JONS), cuyo Jefe Nacional no era otro que el jefe del Estado. Ni separación entre Estado e Iglesia ni separación entre Estado y nación. España, Una, Familiar y Trina (clero-ejército-obreros súbditos), a cuya jefatura restituye Franco el carácter consanguíneo y consagrado. Que RTVE no reparara en La caída de un mito —el del mirlo blanco como decía un primo de Juanito— hasta transcurridos seis años desde su reemplazo y en plena pandemia, cuando ya no podían ocultar la cara que le había echado todos estos años el juancarlismo ni el refugio que le habían apañado al rey saliente en resumen para «salvaguardar la Monarquía» con su «caída», viene a verificar la ausencia de neutralidad antes, durante y después de la «transición». Del NO-DO de Matías Prats sénior al Informe Semanal de Rosa María Mateo en el siguiente ascenso de Suárez. El de la musa de la transición a la subdirección de los servicios informativos llegaría tras la reforma del blanco y negro al color. Eso sí ha cambiado, el color, y los pantalones campana.

  Ya como administradora única de Radio Televisión Espantosa tras lapsus del ala PSOE en la votación pactada con sus escuderos sociales, a la Mateo le tocará cubrir la espantada del rey emérito (emérito según el aforamiento ratificado por las Cortes y la asignación económica de la Casa Real que le acreditaba alguna función y que le era retirada en este momento). El vuelo de la urraca de Rossini a un paraíso judicial y mediático hasta resolver sus compromisos con la justicia europea (relacionados con la irregularidad fiscal y los límites de la protección constitucional) y que será supervisado por el Gobierno presidido por el secretario general del clan que llega al ejecutivo con el eslogan «publicaremos la lista de amnistiados» si nos votáis. Trola a la altura del «nuestros diputados saldrán exactamente igual que entraron» de González en alusión al clientelismo de UCD que heredaban tras la estampida del corporativismo y embotellamiento forzoso en las puertas giratorias. «De la Ley a la Ley a través de la Ley» —Fernández Miranda dixit—, ergo la Ley es la puerta giratoria que debe seguir imperando en todo momento y en todas sus ramificaciones.

  El giro de acontecimientos en torno al 23-F y relativo al militarismo (con los mismos miedos a que fueran barridas prebendas militares y clericales con una reordenación del volumen y la proporción de mandos como la que no le fue consentida a Azaña) conllevaría la degradación del Borbón a soberano simbólico salvo para los negocios —el resto se lo darían ya hecho en adelante—, traducida en campechanía en los espacios sensacionalistas. Todo lo contrario que el hijo, cuya promoción alrededor del 1-0 (su particular 23-F) conseguía repuntar la valoración a la monarquía imponiendo distancia en el trato e incrementando la participación política en los negocios del Estado así como el número de mensajes televisivos y apariciones públicas. A falta de Armada y González, las joyas de la monarquía serían entonces Arrimadas e Iceta, con Pérez de los Cobos en el papel de Tejero.

  A las «funciones del rey» meramente administrativas (sancionar, convocar, nombrar o ser informado de los escalones) hay que añadir, además de la legitimidad militar recibida del espíritu santo de Franco ya ascendido, el resto de potestades que disfrutaban y disfrutan tanto el padre como el hijo, como son la de poder separar a los ministros o la de poder nombrar de forma piramidal y por tiempo indefinido en el cargo a los magistrados, máxime si se trata de los vocales del poder judicial y de su presidente, manto que no le podía faltar a la soberanía estatal de Juan Carlos de Borbón ante una inmediata amnistía fiscal cuando nombra al último poder judicial, casi una década después vigente (el doble de mandato previsto), se crea el C’s de derechas (antes que el Podemos de derechas) y finalmente abdica de los medios y de la cercanía. Los 8 abogados/juristas de los 20 vocales que iban a designar constitucionalmente los representantes de los partidos (entre otros desempeños para controlar desde detrás la Sala Segunda del Supremo) pasarán a 20 de 20 tras la entrada de la facción escarlata a la bancada azul del Estado de derechas y la composición inicial de la Ley Orgánica de 1985 que tocaba este poder, quedando los 12 jueces/magistrados restantes sujetos igualmente a ratificación de las cámaras legislativas por mayoría de tres quintos (6 orgánicos a sumar a los 4 constitucionales por cada cámara) tras cribado en las asociaciones y carreras judiciales, controladas por el clero saliente de las Cortes franquistas y entrante al Régimen de 1978, entre los que llegan a juristas «de reconocida competencia». Lo que nos ofrece una idea de la proporción de poder que se podrían haber repartido Armada y González en un hipotético Gobierno de concentración, 60% para Armada y 40% para González. La misma visión que se tenía antes es la que se tiene ahora sobre emanación popular de justicia (que se «administra en nombre del Rey») y de poderes estatales o ejercicio popular de soberanía nacional (que se ejerce a través de la partidocracia), así que el poder del pueblo, desamarrado del Estado corporativo y de sus redes clientelares, sigue siendo cero.

  Cero porciento de designaciones desde entonces para la guinda simbólica de la democdacia —el figura Juan Carlos I—, salvo p. ej. las de sus ayudantes de campo en la Maison real de Bourbon, pese a los a más de cuarenta senadores por designación real durante el proceso constituyente. Si más adelante se iban a designar próceres a puro dedo desde los virreinatos autonómicos, por qué no hacerlo la Casa Real desde el primer momento. Poderes del Estado emanando del pueblo español a tope. Juan Carlos I no quiso responsabilidad en este sentido, tampoco la necesitaba de puertas afuera a La Zarzuela. Lógicamente, cuando la capitanía general del sucesor de Franco nos llegó a faltar (al ceder la faja de caudillo), lo primero que hizo el Estado, dos años después de haberse amnistiado a sí mismo en materia fiscal, fue aforarle específicamente a él, a las reinas y a la princesa de Asturias, y poner a su disposición todos los recursos que pudiera necesitar en materia jurídica, de seguridad personal y del Estado y en cuestiones de inteligencia y subterfugios. Desvelaba el rey acolchado de urgencia en entrevista concedida a un medio francés durante su reinado, que lo único que Su Excelencia le había pedido personalmente a él conservar era «la Unidad de España, nada más». Unidad dulcificada a Consenso que, si no quería que Dios y los cruzados se lo demandaran, debía comulgar con «los principios que informan el Movimiento Nacional» jurados en las Cortes franquistas, y entre los que por lo visto figuraba anteponer el bien común del turista anglosajón y el inversor árabe (generadores de riqueza entonces y ahora) al del trabajador autóctono, de aquí y de fuera. La jura de lealtad del continuador del Reino dejaba constancia por los siglos de la contribución del anterior régimen a que todo quedara «atado y bien atado» para el siguiente.

  Y el siguiente régimen político no iba a surgir del mismo Gobierno de Arias Navarro que nos enterara de la muerte de Franco el mismo día del recuerdo al fundador de Falange Española y del Movimiento Español Sindicalista. Tampoco se esperaba a un sistema democrático. El encargo de conservar la atadura franquista necesaria para que el régimen no fuera deslegitimado (ni saltara por los aires), recaerá unos meses más tarde en el penúltimo ministro nato como secretario general del partido único, elevado a dedo a presidente del Gobierno por el sucesor a título de rey del dictador en julio de 1976. El Movimiento había elegido, aplaudido y promocionado al flamante jefe de Estado, y el play boy olímpico en Munich 72 elegía ahora al presidente del Gobierno, que no era otro que el ministro-secretario general del Movimiento que le había estado dando cancha en la tele de todos como príncipe de España primero, como jefe de Estado en funciones después en dos ocasiones (coincidentes con el toque de retreta en el Sahara Occidental y la marcha verde para la ocupación militar por parte de Marruecos del territorio saharaui) y, definitivamente, como rey de España ya con Suárez en el Palacio de la Moncloa (primer inquilino en el año 2 antes de la Constitución de la sede presidencial también integrada en Patrimonio Nacional). El que habría de ser duque tras cesar sus servicios gubernamentales a la corona (no así los parlamentarios, legitimando el duque con su presencia el reformado régimen hasta su abandono definitivo en 1991), recibía la encomienda de estructurar el Estado de forma homologable a los Estados vecinos del atlántico-norte. No sin antes disponer las condiciones para celebrar las primeras elecciones presuntamente abiertas (sobre todo para la comunidad internacional) en cuarenta años. Elecciones que «el gran artífice» convocaría un año más tarde y que no iba a perder.

  Una reforma política del Estado desde el Movimiento (auspiciada por la muerte del primero führer militar y después gurú espiritual y por el empuje del mercado occidental) hasta el régimen reformado de 1978 a través de la legalización arbitraria de partidos para poder ingresar al renovado Estado que fijaba una mayoría de tres quintos en sendas cámaras para futuras reformas parciales y de dos tercios para remover su naturaleza, «la legitimidad política surgida del 18 de julio de 1936». Bajo incumbencia de Martín Villa en el Ministerio de la Gobernación (Interior) tras su breve pero agitado paso por el de Relaciones Sindicales que todavía hoy colea en el ámbito de la justicia universal, se deniega la legalización y por lo tanto la organización y la participación política en igualdad de condiciones de las formaciones republicanas. El supuesto proceso de pluralización del partido y de la voluntad popular única, significaba que los de fuera abjuraran de sus aspiraciones para poder concurrir a las «elecciones generales» de los de dentro en junio de 1977 (y no a Cortes Constituyentes formalmente), o bien siguieran en situación irregular indefinidamente, incluso después de la cita electoral —no es muy diferente ahora, véase el pitorreo que se traen con Izquierda Castellana—. Partidos históricos como la Izquierda Republicana de Azaña o la Esquerra Republicana de Companys y Tarradellas optan finalmente por presentarse con otras siglas. «Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución», terminará reflejando el estatuto de 1978 al que llamaron Constitución, que no estaba escrito aunque sí atado durante el plazo de creación de partidos y desarrollo de su actividad (desde el primer gobierno de Suárez a partir del segundo semestre de 1976 hasta la convocatoria electoral de junio de 1977).

  En la visión movimientista, el «pluralismo político» vendrá expresado por el «instrumento fundamental para la participación política» que son los partidos y sus listas, cerradas por cada facción. Con el foco desviado de la forma de Estado y del poder constituyente, y con el poder franquista constituido desprendido oficialmente del partido del Movimiento, la opción conservadora en el poder se impone bajo las siglas UCD, el lema «vota con realismo» y el apoyo necesario de la Alianza Popular del vicepresidente de Arias Navarro y predecesor de Martín Villa en Gobernación, Manuel Fraga. Alianza cambiante que terminará engullendo a UCD en apenas cinco años, por cierto. En un proceso de transformación democrática, el constituyente sería el pueblo soberano participando por medio de la asamblea constituida únicamente a efectos de constituir los poderes y redactar el texto bajo los parámetros que la sociedad va indicando. Asamblea o Cortes que deberán ser disueltas para convocar, a partir de entonces sí, elecciones legislativas, judiciales y ejecutivas bajo los nuevos procedimientos democráticos constituidos. La elección general de 1977 vino para quedarse.

  Por la presunción de Suárez ante el periodismo adulador, ya retirado con dignidad nobiliaria y a micrófono semitapado, pudimos saber que apostaban por el guiño absolutista «con realismo» conocedores tanto de las encuestas sobre la forma de Estado que perdían como de la presión recibida por conservar las partes sustanciosas del Estado del golpista. Así que vota con realismo era en realidad vota a la forma de Estado que perdería en un referéndum monarquía o república y vota por una nueva coalición de derechas autónomas, que es lo que va a haber dentro de la no-asamblea consituyente y no-Cortes franquistas (las de hoy bajo el régimen anterior) durante el no-proceso constituyente. Un engaño piadoso. Oficialmente, vota democracia, que es lo que se le hizo creer al votante cuando se planteó el referéndum de 1978 en los términos: el orden establecido o nosotros, que también somos stablishment. O seguimos con las Leyes Fundamentales del Reino o las sustituimos por el texto de los siete ponentes electos según las Leyes Fundamentales del Reino como es su última Ley 1/1977 para la Reforma Política con que la que se fijan las condiciones para una «reforma constitucional», tras la muerte de Franco en la cama y no tras empuje del constituyente.

  Es en 1977 cuando se pasa, por la ley para la reforma constitucional, de las Cortes franquistas de una sola cámara a las Cortes bicamerales con «un Congreso de 350 diputados» y «207 senadores a razón de cuatro por provincia…» que hoy tenemos. Las Cortes bicamerales en su forma actual, el Senado y el Congreso de los Diputados, se originan, pues, durante el período preconstitucional, en el tiempo en que la bandera con el águila de San Juan seguía siendo la oficial, la que se juraba en la mili, la monárquica entre 1975 y 1981, la bandera de la Constitución de 1978, la auténtica constitucional durante más de dos años. O seguíamos con la genuina bandera del pollo —la intermedia es la del toro— y con las tablas de los siete, ocho o diez mandamientos fundamentales esculpidos en piedra, o seguíamos forzosamente directrices en cuanto a descentralización administrativa (en beneficio del neoliberalismo y el sector privado) y normalización con la comunidad europea, el mercado único y la alianza atlántica. Muerte o susto en el Congreso.

  Calvo-Sotelo nos ingresará en la OTAN y González se encargará de gestionar los tiempos y ratificar el ingreso por referéndum que perdían de entrada, más si se trataba de una integración plena sin cláusulas ni restricciones morales (para esto hubo que esperar a J. M. Aznar y F. Trillo) y mucho más si el proceso lo hubiera liderado la derechita cobarde de UCD (habiendo sido además 1980 la cresta de incidencia acumulada de asesinatos de ETA). Si, como dijo Suárez en su discurso de dimisión a finales de enero de 1981 (al tanto de lo que ocurría en el antiguo CNI junto a Gutiérrez Mellado), «era preciso demostrar con hechos lo que somos y lo que queremos», y los hechos contiguos fueron la tentativa de golpe de Estado para la formación de un Gobierno de concentración nacional, la entrada en la OTAN y la formación de los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL), ¿qué era entonces el «lo que somos» y el «lo que queremos» en boca de quienes le sustituían? Suárez se apartaba «con el convencimiento» de que se lo exigía su patria, en una España en que los militares estaban habilitados para conminar al rey a observar su juramento perpetuo además de para «defender la integridad territorial» y «el ordenamiento constitucional» según el art. 8 de la C. E. inspirado en las ordenanzas de la congregación nacionalcatólica (con el clero físicamente en las Cortes franquistas), concretamente en la Ley de Principios del Movimiento Nacional.

  Conviene recordar que lo que se ha venido denominando Constitución de 1978, admitía en 1981, admite hoy y admitirá mañana reformas parciales e incluso una única reforma integral afectando a la esencia del texto que según el propio Título X (De la reforma constitucional) reside en: el Título II (De la Corona), en los derechos fundamentales y libertades públicas del Título I, Capítulo II (libertad ideológica y religiosa, relaciones de cooperación con el clero) y en el Título Preliminar (predominio de lo militar en lo político y en lo civil, misión de las fuerzas armadas, Unidad). No por nada el Consejo de Regencia ocupado de la transferencia de poderes entre caudillos, repitiendo el ritual y la liturgia de 1969, estuvo formado por un arzobispo, un teniente general y el vicesecretario general del Movimiento al tiempo que presidente de las Cortes (tb. por la ley de 1947, cuando el ministro-subsecretario de la Presidencia, Carrero Blanco, aclaró que lo que se ponía en herencia era «la España del Movimiento nacional, católica, anticomunista y antiliberal»). Una carta otorgada a los padres que parieron la Constitución de 1978, en definitiva por las potencias que supervisaban el proceso y al monarca que iba a sancionar el nuevo Estatuto —el otorgado en Bayona por Joseph I Bonaparte también sería jurado sobre los santos Evangelios—, a las que no les perturbaba el clericalismo ni el militarismo que se mantenían. Con los tres ponentes de UCD más Fraga se sobraban para que se respetara la estructura más conveniente para el Movimiento que moría de esplendor y por la que velaba el exministro-secretario general para la tradición y la ofensiva nacionalsindicalistas y presidente de las Cortes franquistas y del Consejo del Reino, Torcuato Fernández-Miranda.

  Si lo que tenemos es una democracia, lo es engendrada desde el Movimiento a cuyos principios juró guardar lealtad por Dios y sobre los Santos Evangelios el jefe de Estado entrante, con las prerrogativas para la Casa de Borbón sancionadas por el propio monarca —más tarde huido por asunto de regalías, comisiones y faldas— en la carta fundacional que disponía la no-constitución de los poderes (heredados y sin separación entre ellos) y la forma partitocrática de gobierno troceando el unipartidismo en dos o más facciones (multipartidismo) necesariamente integradas en el Estado en el mismo momento que obtienen un escaño y son subvencionadas (y también financiadas por adelantado). Facciones del Régimen o varas de un haz que sólo sirviendo a la Unidad conservan el beneplácito de los lictores. No es por nada que en los palacios de justicia y también en los cuarteles de la Benemérita abunden los fasces. Desde la cúpula del Supremo hasta la chaqueta del guardia.

  En la no-dictadura del 78, se puede disentir pero de forma minoritaria. Se puede reivindicar pero a través de agentes y estructuras integradas en el Estado. La gente se puede manifestar pero dentro de alguna de las facciones del Estado y sin chocar con la agenda estatal asumida a la fuerza por los partidos del Plurimovimiento, al que no se accede sin la bendición televisiva, empezando por la RTVE gerenciada por los Adolfo Suárez, Pío Cabanillas o Rosa María Mateo, y que sigue retransmitiendo en directo en El día del Señor. La confesión católica no tiene carácter estatal, pero se mantienen las casillas y los favores hacendísticos, el aforamiento del derecho canónico, la justicia inquisitorial (así como la justicia militar) y la enseñanza segregada y religiosa en horario lectivo. Y en caso de aparecer una amenaza para la continuidad del Estado, de su identidad, de sus instituciones y del reparto de los negocios y poltronas, el aparato estatal se reserva el privilegio de penalizar al peligroso social con defenestración y censura cuando no cárcel, echando a rodar los mecanismos represivos del Estado de desecho.

  Si el Estado soy YO, el que entra a hacer política en los negocios de un régimen político de orden/obediencia (traducido en la práctica en incapacidad para cumplir y hacer cumplir sus propias leyes), y YO soy la corrupción, una y otra vez en sus diferentes niveles administrativos, cada vez más normalizada y regularizada (según voluntad estatal), entonces el Estado, la monarquía de partidos, es la corrupción. La trampa que siempre va delante de la ley que genera aglutinamientos en la puerta giratoria de salida y entrada. Blanqueo cada equis tiempo, más o menos intenso, y a correr. Para eso están los retiros dorados y aforados a la Cámara Alta. Una mínima penitencia en forma de concesión demagógica más que democrática, que no altere la esencia del tinglado heredado en 1975, y aquí paz social y después gloria por turnos. Y como la nación sigue careciendo de herramientas para controlar al Estado, no tiene por qué ser debidamente informada ni consultada ni representada. Por ejemplo a la hora de fomentar y después asumir, como quiere el Estado, la «crisis ocasionada por la guerra» en Ucrania. El «carácter disuasorio» de la fragata Blas de Lezo enviada por M. Robles al mar Negro a finales de enero debió pasar desapercibido en la península de Crimea. Lo que seguro no ha pasado inadvertido para el Kremlin es el incondicional apoyo a un régimen que ni es democrático ni es miembro de la UE ni de la OCDE ni de la OTAN, aunque sí de Eurovisión. No así el narcoterritorio de Kosovo desgajado de Serbia –los serbios tb. cantan en Eurovisión, igual que Ucrania– por interés estadounidense con la operación atlantista que sirvió de punta de lanza para las organizaciones criminales y el terrorismo vinculados al sindicalismo de las mafias italiana y albanesa. El sindicato del crimen, que los criminales también tienen derecho a sindicarse en libertad.

  Y dado que Kosovo no tiene salida al mar, si Margarita y sus mandos, que son los que tienen la última palabra para calificar, recalificar, clasificar o desclasificar las materias confidenciales –p. ej. las que incumben a la NATO–, van a tratar de disuadir a los serbios de defender el territorio, tendrán que ser los cazas Eurofighter españoles (y no la Blas de Lezo) los que se dejen ver por Belgrado. Como cuando Solana era secretario general de la organización militar disuasoria (o terrorífica) que no pide permiso ni rinde cuentas ante nadie. La vara de medir que se aplica para el derecho de libre determinación no tiene misterio: si el Estado en cuestión no sirve a los intereses atlantistas, los separatistas son los buenos y los gringos los guardianes del tesoro y los recursos geoestratégicos. Y si además quieren separarse de un Estado socialista, son freedom fighters o luchadores por la libertad como dirían Reagan, Thatcher o I. Díaz-Ayuso. Libertad de culto al dinero y a la propiedad privada, sobre todo recién privatizada. Aunque hay que reconocer que los anglosajones desamortizaron antes con la Protesta que los grecolatinos con la sumisión a los patriarcas de Roma y Constatinopla que todavía hoy andan rezando por bienes y huesos devueltos a sus legítimos dueños tras los golpes de Estado y las guerras que apoyaron y justificaron. Europeizar también significa dar carácter español, polaco o ucraniano a la Europa de la que se salieron los británicos en plena expansión de la epidemia psicosociológica.

  Hacer justicia, obtener la verdad y recuperar la condición de víctima para las víctimas y la de verdugo para los verdugos sería mejor manera de sacudirse el reaccionarismo que como se hizo durante la sangrienta transacción de poderes en el transcurso de 1977 a 1981, cuando únicamente se postergó la resolución del problema. Porque además luego están las transacciones gubernamentales, los cambios de ciclo, como cuando Aznar triunfó «después de muchos años de un modo limpio, democrático y ejemplar, como hay que hacer las cosas». Y mientras hacía cosas como reescribir la historia y el relato del presente en chiringuitos público-privados como FAES, 62 militares y 13 tripulantes terminaron perdiendo la vida en el accidente del Yak-42 subcontratado precisamente con una aerolínea ucraniana con base en Kiev (capital centralizadora de la lógica y la logística corruptiva de Occidente a la caída de la URSS) por medio de la «cadena de confianza» de Trillo que dedicaría únicamente la cuarta parte de la partida presupuestada para la adquisición de la aeronave —la «tartana» según los cercanos a las víctimas—, y donde lo más revelador sería el encubrimiento de la corrupción y la negligencia por parte de los altos mandos de la cúpula militar. Proyecto sólido «en lo que ya se califica como una segunda transición», dijeron en Informe Semanal al inicio de la primera legislatura de los antes preconstitucionalistas.

  Era cuando el presidente saliente, el diputado hasta 2004 F. González, y el todavía diputado por León, Rodríguez Zapatero (candidato tras Almunia a primer ministro como secretario general en la última legislatura de González), votaban NO a la investidura de J. M. Aznar forzando al PP a entenderse íntimamente con CiU. Y cuando, ya con Fraga de virrey en la Xunta de Galicia, Aznar y Rajoy (candidato y favorito junto a Rato a la libreta azul de Mr. Ansar como vice del presi en la última legislatura de Aznar) pasaban a encargarse de los negocios con Pujol y Arzalluz. El tradicionalismo vasco sólo tuvo que ponerse en el lado correcto del photocall apoyando la investidura junto al conservadurismo canario, recién escindido del centralismo viendo que el que no llora no mama («el Enano» pudo entenderse a solas con González en la anterior legislatura). Al fin y al cabo, Pujol y los autonomismos que el heredero de Fraga decía abominar –tanto como el C.A.F.E. para todos de antes o como el café para todos de Suárez ahora–, le habían hecho la campaña electoral en la oposición, junto a la masiva transcendencia mediática del terrorismo estatal posterior al 23-F (es decir, con sello PSOE) con recorrido judicial hasta Vera, Barrionuevo y el general de brigada Rodríguez Galindo. Aznar se encargará de tramitar el indulto a la cúpula policial-militar bajo González desde el mismo instante que el One, ya fuera de la bancada azul, se retrata haciéndose efectiva la condena por los GAL que también salpicaba al currículo de la Guardia Civil. La cartera de Barrionuevo sería asumida por Corcuera en 1988 sin que el lavado de cara ni la Ley de «seguridad ciudadana» que indicaba el camino a mordazas venideras evitaran la progresiva caída en escaños del partido de González. La primera ley democrática de la patada en la puerta (más tarde inconstitucional en la redacción del artículo) saldría adelante con el apoyo de los autonomismos catalán y vasco, dejando asentado el traslado a dependencias policiales para identificación además de la doctrina de la «evidencia», que no necesita demostración. En la práctica quedaba la ley antiterrorista como se vio con la detención de los CDR catalanes o las «fiestas ilegales» durante los toques de queda por el corona.

  La mancha arrastrada desde 1983 por los asesinatos de Lasa y Zabala apenas supondría tres meses de prisión simulada para los titulares de la Gobernación. Y le costaría la carrera judicial al magistrado que llevara la instrucción del caso, en vendetta celebrada en Casa Lucio por la camarilla del partido por antonomasia del nuevo régimen, después de que Gómez de Liaño procesara también a los consejeros de administración de Sogecable sin el asenso de los escribas de los tribunales superiores en España —topándose el juez con la Iglesia del Plurimovimiento—. Como es natural, en disonancia con el Tribunal de Estrasburgo, que concluiría que el juez de la Audiencia Nacional no obtuvo un juicio imparcial por parte del Supremo y en particular por la puñeta que le hacían los camaradas E. Bacigalupo y G. García Ancos. La europeización judicial española consiste básicamente en escarmentar al pueblo a base de sanciones, sabiendo que el pueblo español básicamente no escarmienta. Siguiendo la lógica de las transiciones, el asalto a los cielos que teóricamente acababa con el bipartidismo podría ser la tercera transición. Primera transición: la partición, la detonación controlada del Movimiento. Segunda transición: la incorporación al Gobierno de los de dentro hasta 1976. Y tercera transición: la incorporación de los de fuera desde 1939 para su integración estatal en materia de globalización, ministerios de cartón piedra y varietés. Entre todos hacia la bancocracia y la deudocracia externas que necesariamente acercan más a las facciones, con todas las barcas remando en la misma dirección de obedecer al de arriba. «Garantías con Catalunya, ninguna medida programática que suponga el más mínimo problema de cara a Europa» —Iglesias dixit—. Las últimas incorporaciones al búnker deberían aclarar si asaltaron los techos para identificar el ventajismo estatal y tratar de volver las tornas o simplemente para sentar sus traseros en las poltronas. Con el giro de ejes y los bruscos cambios de agenda el mantra a recitar ya no es «los de abajo contra los de arriba» (o viceversa) sino «los de fuera contra los de dentro».