Contrariamente a las sentencias de monos sabios con licencia para el manejo de armas, y puesto que el ruido político ha llegado a límites ensordecedores en tanto se permiten las infinitas justificaciones mediáticas de los poderosos, y a conclusiones judiciales en cuanto a la resolución de los conflictos, se pueden y se deben decir las cosas más claras, pero no más altas, salvo que lo que busquen los que ahora detentan el poder —las armas y también la palabra— sea intensificar la amplitud de onda llevando al extremo el persistente vaivén de monstruoso claroscuro entre distopía (o alienación) y utopía.
La vieja política, a pesar de la interesada confusión que arrojan sobre la expresión los gacetilleros que se benefician de la publicidad institucional —cuyo insidioso uso además de dilapidar las arcas públicas arruina al periodismo—, es fácilmente identificable por la opacidad burocrática de las gestiones relevantes, el acordonamiento de las incumbencias influyentes para un círculo reducido y su conveniente oscurantismo histórico-cultural. Puesto que «nadie nace aprendido», se la combate, además de instruyéndose, y de forma similar a cualquier otro oficio, demandando, sonsacando y trayendo para sí competencias que permitan adquirir pericia y achicar el salto generacional con el propósito de consolidar, si perviviera, la raza política —sabiendo, desde el Renacimiento, que «cualquiera tiempo pasado fue mejor» —. Con el actual sistema de partidos, no parece eficaz ni futurible la limitación temporal para los mandatarios (restricción de mayor influjo en los municipios) una vez asentadas las formaciones y concertada su financión estatal. El aval de fidelidad partidista, explicitado en los deberes de los afiliados de la Ley Orgánica 6/2002 de Partidos Políticos , así como el recurso del aforamiento en caso de mudanza por medra o sostenimiento por necesidad —como ocurre ahora con el Alcalde-Presidente-Senador de la Ciudad Autónoma de Melilla en la Cámara Alta—, terminan de conformar la definición del concepto.
Sobre encastar a los becarios (los de la política perciben íntegramente su sueldo con independencia de su rendimiento), conviene dilucidar si dicha casta, linaje adquirido tras tocar poder —y dormirse en los laureles, cuando se emplea el término en sentido peyorativo— que puede mantenerse una vez fuera de la gestión pública con las oportunas objeciones en función de la diafanidad de las influencias administrativas, continúa siendo la que defiende la confianza ciudadana en la generosidad de los menos, en este país los allegados del summum de la endogamia (biológicamente hablando) en que estriba la dinastía borbónica, o, si por el contrario, se apuesta por la inversión de la pirámide de poder y por la transversalidad para el desempeño de los cargos. Con la participación y la representación de la totalidad del pueblo, al que se le considera capaz para acudir como autoridad a las mesas electorales y judiciales, en lo que algunos vienen denominando laocracia como evolución más que como contraposición a la democracia que tan dispares resultados arroja según la clasificación (full, flawed, hybrid o authoritarian regime) del Democracy Index elaborado por el semanario liberal británico The Economist, que sitúa a 11 países de la Unión Europea (de la que el imperio anglosajón quiere salir), entre las 19 democracias plenas mejor puntuadas.
Una mayor implicación e influencia del pueblo en los círculos de poder (de los diferentes ámbitos geográficos) requiere sin duda del abandono del cortoplacismo educativo inherente al hábito bipartidista que comparte la asunción de creencias para la formación de consumidores y disiente únicamente en la aplicación de la fórmula clientelista (fidelidad a cambio de favores) o corporativista (defensa tanto interna como estatal, traducida en favorecimiento, de los pertinentes colectivos profesionales) que, de la mano de los estudios sociológicos y sus encuestas, va estimando las concesiones e inversiones necesarias para fraccionar la ciudadanía tras apelar a los sentimientos elementales por medio, principalmente, de los telediarios. La reparación pasa por enseñar en los colegios a vivir (como decía José Luis Sampedro, que seamos todos vividores), sin pseudociencias que contaminen materias esenciales como la alimentación (y la medicina), la economía (regreso a la tercermundista, la que todavía tenía en cuenta el aspecto humanístico), los fundamentos igualitarios a través de la filosofía y la lógica matemático-geométrica o el conocimiento generalizado del sistema tributario (como base para la reducción de evasiones y escapatorias fiscales).
El populismo brota en el pueblo y pretende concesiones para el pueblo, con cargo al poder constituido. En una democracia participativa y representativa, puesto que el pueblo se encontraría ya personificado en la cúspide piramidal, el populismo estaría implícito en la forma de gobierno. Cuestión diferente es la degradación (por corrupción) de la democracia en que consiste la demagogia, que ambiciona conservar o lograr el poder por vía de lisonjas, sin coste para el señorío. Se podría inferir que la demagogia es el populismo del avaro, que para ganarse el favor popular prefiere recurrir, antes que a la transigencia gubernativa, a los sentimientos elementales, insustanciales desde el punto de vista materialista más allá de la trabajada e inclinada inculcación dogmática reconvertida a negocio. El patrocinio por parte de los productores de la concepción de un liberalismo desentendido de las garantías (de libertad) educacionales y sanitarias (y de sus riesgos epidémicos), y partidario de modelos privados y concertados con pasarelas universitarias y laborales para una parte reducida de la población, se muestra directamente proporcional al riesgo de exclusión social en el resto. Perversión que deja inservible la noción que se tiene del sistema, conceptualmente entendido como el conjunto de normas que deben regir la convivencia de la totalidad de seres, y que obliga a una permanente renovación del pacto social, dejando las ataduras constitucionales para los alienados.