Brujas voladoras

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La adhesión al cambio de eslogan estatal en 2011 (el dispuesto para el Partido Popular tras la aplicación del 135 a España por parte de Europa) trajo acarreada la reforma que concedió a los empleadores la anhelada precariedad de los asalariados —también en época de bonanza— que dejara su futuro laboral suspendido de un hilo, así como a los inversores sobre seguro, el desglose de la sanidad universal (nacida de la profiláctica prevención de enfermedades) en las tres categorías —básica, suplementaria y accesoria— que tan graciosamente expuso Ana Mato , por entonces ministra de sanidad. Recortes que necesariamente tuvieron que venir de la mano de la mordaza y la consiguiente agudización de la represión policíaco-judicial que permitieran a un gobernante títere sentarse a leer diarios deportivos —inexistentes hasta 2017 en el país sede del BCE— mientras se delegaba en los verdugos, al modo y manera de Poncio Pilato, también practicante, como relata el historiador medianero Flavio Josefo, de la infiltración de guindillas en las manifestaciones contra la autoridad.

  Constatada la trabajada teocracia españolista —de la incorruptible unidad territorial— que so pena de cárcel o exilio dificulta el asomo a los espejos del soberanismo de las highlands escocesas, la francófona entidad federal de Québec o la flamenca región de Flandes, y una vez vistos para sentencia popular tanto los resultados de los comicios continentales y estatales como los cabildeos municipales, podemos verificar la medianía del empoderamiento de la decisión ciudadana sobre su futuro político —o relativa maduración de la estrategia autodeterminista, cuya patología ha sido el arrastre del más común de los partidos mortales— tanto por la precipitada descabalgadura de la camarilla favorita del conservadurismo del régimen (no sin antes haber habilitado otro espacio, uno más, para canalizar el descontento por corrupción), como por el desprendimiento local de las estructuras de ámbito superior en las fuerzas políticas alternativas al bipartito tradicional. Tampoco pasa desapercibido el rescate a la primera plana político-televisiva de destacados barones del bidimensional búnker como Esperanza Aguirre o José Bono, para advertir o tantear la posibilidad de la ya testada gran coalición en su fórmula abstencionista —para la investidura en segunda votación del presidente del PP en octubre de 2016, con el actual secretario general del PSOE forzado a dimitir (precisamente por los herederos de Bono, Chaves e Ibarra), de gira por España para recabar apoyos.

  Contradiciendo la vanagloriada atadura constitucional franquista nos encontramos con las negociaciones periódicas de leyes tan fundamentales para el reino como las que conciernen al sistema de pensiones —y deliberada quiebra técnica de la seguridad social durante el mandato de M. Rajoy (mitigada después con el necesario aumento del SMI)— o al concierto económico con determinadas regiones, mientras se agrava la pelusa entre los que se empeñan en el café para todos (sin olvidar que hay ricos porque hay pobres). Al mismo tiempo que son percibidos avances en materia de competencias parlamentarias para las Asambleas del Reino Unido (las tierras defendidas por William Wallace y absorbidas en 1707 recuperaron la palabra en 1999 y celebraron un referéndum para la independencia en 2014), la cortesía legislativa entre las leyes de Claridad canadiense y la contraargumentada quebequesa de Respeto a su estado, o el obligado entendimiento pluralista entre francófonos (dominantes) y flamencos (minoritarios) con una moderación competitiva de los partidos del mismo ámbito geográfico que ha favorecido las sucesivas reformas descentralizadoras denotando, aquí sí, el simbolismo monárquico de la rama de la Casa de Sajonia-Coburgo y Gotha. Como referencia de plebiscito ilegal a los ojos de Naciones Unidas tenemos el acontecido en la República de Crimea el mismo año que el referendo escocés, lo cual no es impedimento para que la península sea administrada de facto por la federación de territorios (con diferente grado de autonomía) presidida por el tercer hombre más poderoso del mundo tras sus homólogos estadounidense y chino, Vladímir Putin.

  Acerca de los incondicionales de los golpes, de los instigadores del «a por ellos», perseguidores de prendas amarillas para abrigo de los capotes verdes y los sombreros de tres picos, sofocadores de candorosos motines (en cuanto a las reivindicaciones) —como el de Esquilache en los tiempos del «agua va»—, el paradigma más acertado o la jurisprudencia más ajustada es la del lamento de un niño a su padre porque el hermano ya no quiere jugar con él (por salir una y otra vez caneado), que termina, si el progenitor no toma partido, con la paternal revelación del motivo al objeto de que prosiga el recreo. Impuesto el mal juicio de obligar a competir a los contendientes, sin posibilidad de revisar las reglas del juego, con el refuerzo de la Ley Mordaza y la aplicación del protocolo Richelieu a todo hijo de vecino («dadme seis líneas escritas por el más honrado de los hombres…»), o los simultáneos encausamientos con operaciones denominadas ahora parapoliciales para alejarlas de unas hipotéticas cloacas estatales, queda patente la inspiración en la época inquisitorial de las brujas histórica y oficialmente voladoras, a las que se acusaba, junto a los demonios y a los líderes mesiánicos, de males que eran únicamente incumbencia de los gobernantes. Y a las que, para cazarlas y desplazar así la responsabilidad de Iglesia y Estado, había primero que crearlas (o definirlas) y hacerlas volar, disponiendo las confiscaciones y emolumentos necesarios para desempeñar el oficio de verdugo con el suficiente entusiasmo que posibilitara el enfrentamiento del hermano contra el hermano (o del vecino contra el vecino), llegando a hacer creer a los pobres de espíritu que eran víctimas de brujas y demonios en lugar de reyes y obispos con una facilidad pasmosa. Una apelación más a los dogmas para la colonización de las conciencias, previa a la conformación de la estructura de todo estado corporativo, que sólo puede ser combatida con una contracultura partidaria de la unidad sinergética que termine, en el caso que nos ocupa, con el tira y afloja —vacuo para la ciudadanía— iniciado tras las elecciones generales de 1993 por F. González y J. Pujol.