I2 de diciembre de I452
Hoy os vi y os hablé por primera vez.
Fue algo semejante a una conmoción sísmica. Todo en mí pareció trastocarse. Las losas de mi corazón se abrieron y mi naturaleza me pareció ajena.
Tenía cuarenta años y creía haber llegado al otoño de mi existencia. Había llegado lejos, conocido mucho y vivido varias vidas. El Señor me había hablado manifestándose de diversas maneras; los ángeles se me habían revelado y yo no había creído en ellos. Mas en cuanto os tuve ante mis ojos, me vi obligado a creer, a causa del milagro que me había acontecido.
Os vi ante las puertas de bronce de la iglesia de Santa Sofía. Todos habían salido del templo después de que el cardenal Isidoro proclamase, en latín y en griego, y en medio de un helado silencio, la unión de las Iglesias. Oficiando luego la misa de sin par magnificencia, recitó el credo, y al llegar a la cláusula sacramental «su único Hijo», muchos se cubrieron el rostro, mientras que desde las galerías destinadas a las mujeres llegaba el rumor de sollozos apenas contenidos. Yo me hallaba entre el gentío; en un ala lateral y junto a columna gris. Cuando la toqué, noté que rezumaba humedad, como si hasta las frías piedras del templo sudaran de angustia.
Luego todos abandonaron la iglesia, desfilando en el orden prescrito, centurias atrás. En medio iba el basilio, nuestro emperador Constantino, erguido y solemne, con su cabeza casi gris ceñida por la corona de oro. Su séquito lucía las vestiduras apropiadas a sus respectivas funciones. En primer término, los familiares del palacio de Blaquernae, ministros y magistrados, el Senado en pleno, y, por fin, los arcontes de Constantinopla por orden de linajes. Nadie había osado dejar de asistir, pues ello habría supuesto manifestar una opinión. A la diestra del emperador reconocí perfectamente al canciller Franzes, que contemplaba el gentío con sus fríos ojos azules. Entre los latinos advertí la presencia del bailío de Venecia y algunos otros que conocía de vista.
Pero nunca antes había visto al megaduque Lucas Notaras, gran duque y almirante de la flota imperial. Sobrepasaba en una cabeza a los demás. Altivo y arrogante, tenía en sus ojos un fulgor agudo y desdeñoso; pero en las facciones de su atezado rostro leí la melancolía común a todos los miembros de las antiguas familias griegas. Cuando salió parecía agitado y furioso, como si fuera incapaz de soportar la deshonra que había caído sobre la Iglesia y su pueblo.
Fragmento de la obra de Mika Waltari, El ángel sombrío (1952).