El mogote de la tiranía católica

A los letrados buenos, en el día del maestro del 18 del Rabi`al-Awwa del 1440 del calendario lunar at-taqwīm al-hijrī.

El golpe del duque estuprador y el patriarcado territorial

Hacia el 711, el debilitamiento de la monarquía visigoda en los aspectos políticos y morales, inseparable y simultáneo al fortalecimiento de la nobleza, habían propiciado el ascenso al trono del duque de la Bética (D. Rodrigo), desvinculado de la estirpe reinante hasta ese momento. Consta históricamente la sucesión a Witiza, en el año 710, de forma inesperada y violenta, apoyado, entre otros clérigos, por el obispo de Sevilla así como por los aristócratas afines, habiendo originado la pertinente división de intereses en la corte además de la ruptura de aquel reino. Fallecido teóricamente en el campo de justa, junto al río del olvido de las pasadas ofensas greco-fenicias que desaguaba en el portus gaditanus (antes de que Balbo lo hiciera desembocar en Alcanatif o puerto de las salinas, cuyo nombre dulcificaría el Sabio en evidente advocación mariana), tras permanecer en el majestuoso cargo apenas un año. Otros, por menos, hablarían de golpe de estado.

 La violación, más aún, el estupro por parte del nuevo monarca de la hija del conde Olián (D. Julián), gobernador de Ceuta que había mandado a ésta a formarse a Toledo, fuera de cualquier forma de derecho de pernada que pudiera contener el Fuero Juzgo de Recesvinto de 654 (Alfonso X realizará avances dentro del Fuero Real de 1255, aunque «reservando a la corona la facultad de juzgar el crimen»), propició la venganza y consecuente traición del gobernante hasta entonces visigótico, posibilitando el desembarco de las tropas de Tāriq en Gibraltar (Jabal Tāriq, montaña de Tāriq) y la apertura de la península al mundo musulmán, ya en posesión del condominio de Tánger (hasta 682 bizantino), desde donde partirá el general subordinado del yemení Musa ibn Nusair (caudillo omeya de los bereberes asentado en el estratégico territorio —antes vándalo, romano y cartaginés— de Ifriquiya), poniendo fin al reinado visigodo católico en la península. Leovigildo y los jerarcas arrianos habían dispuesto la virtud y norma patriarcal en su hijo Recaredo, que legislaría, publicando, el «Edicto de Confirmación» del III Concilio de Toledo en 589 para eliminar las trabas eclesiásticas y terminar de adherirse al pueblo suevo, cediendo de este modo la totalidad de la costa del norte a la doctrina imperante (*´y-spn-y´, pro. I-span-ya, también traducido como la costa o isla del norte o tb. de los metales, compartiendo de este modo la visión que los romanos tuvieron de la península).

 El místico despeño acontecería en el 711 a orillas del Guadalete. En lo que se refiere al opulento a la par que fugaz Don de incierta muerte, es sabido que la perfidia y la deserción en la tropa nacionalcatólica, incapaz de desprenderse en un suspiro de dos décadas de Witización, ni de los deseos de venganza del hijo de Witiza, Agila II, estuvieron a la orden del día. Como también es conocido, que «Don sin din, cojones en latín», y que Franco no tuvo este problema en 1936 (ni Sanjurjo tras proclamarse la II República), ni en lo que concierne a financiación, ni en cuanto a logística y apoyo militar de autócratas cercanos; a pesar de la similitud, por la tentativa golpista fracasada y la derivación en guerra santa de lento transitar social, para la invasión hispánica con los Cuerpos de África, que suponían la tercera parte del total de las tropas peninsulares, y que se nutrían indistintamente de mercenarios llegados de las bases de las dos columnas de Hércules, los legionarios de Millán-Astray por la parte del monte de Tāriq o columna norte y, por la misma regla, los regulares indígenas (mogataces de organización tribal, sin unidad étnica ni idiomática) con base en el monte de Musa, en la banda meridional del estrecho o columna sur. Además de la personalísima guardia mora de Franco y su convoy de la victoria que, bajo paraguas italogermánico y dadas las circunstancias, asumiría menos riesgos que la navegación de cabotaje de las pateras fenicias llegando al Finisterre mediterráneo (varios siglos antes que los griegos) hacia el I milenio a. C., para estibar el adobe babilónico en el ‘Gibralfranco’ español pactado en Hendaia.

 El rebautizo peninsular en el Lete seguiría el curso del al-wādi al-kabīr o río grande (antes Tartessos y Baetis) hasta Isbiliya, como habían hecho los fenicios triangulando el asiento antes hispalense con las fortalezas de Gibralfaro (Malaka) y, más al poniente, las de Qādis (Gadir) y Welba (Onuba, alfabeto libio-fenicio en las monedas acuñadas bajo la res publica Obensis), conformando la al-Ándalus islámica —y vandálica atendiendo a la etimología y a los remontes vikingos por el Guadalquivir hasta Sevilla—, la Turdetania tartesia o la Baetica latina, donde a día de hoy sobreviven los espacios naturales de Doñana y Los Alcornocales a pesar de los vertidos en el «recinto amurallado» de Hanz-Al-Kollar, en la comarca del Aljarafe, comunicado por el corredor verde y los senderos del Guadiamar —desde 1998 con algo de cinc y arsénico—. La importancia comercial de la zona, junto a la del torrente del trigo, la vid y el olivo, la tríada mediterránea en cantidad y de calidad, nos la confirmaría Estrabón en su Ora Marítima. Puede el lector hacerse idea del susto que se llevó Abd al-Rahmán II, a la sazón emir de Córduva , cuando vio aparecer el primero de octubre del 844 (todavía no había construído Yusuf I el Puente de las barcas del arrabal de Triana), a los más avezados armadores del momento en sus atuneros, atraídos, como los moros y los cristianos, por la abundancia de sal empleada en la conserva de pescado (constancia en la ribera del Odiel y en el pago de tributos, la caída de la demanda salinera conllevará la aparición de otro tipo de peajes, arbitrios, aduanas municipales y «estaciones sanitarias» de abasto como serán denominatos más adelante los fielatos), amén de las posibilidades de explotación minera de Turdetania, como confiesan los matices de hierro, cobre y manganeso escanciados en el Tinto. Para proseguir el ascenso oriental (carpetano, oretano o bastetano), lo tradicional era hacerlo por el paso de Despeñaperros, con alojamiento en la venta de Miranda (del Rey, desde que Carlos III pretendiera repoblar la zona de Sierra Morena con colonos que la cultivasen) para admirar las vistas, en tiempos de Fernando III, el Santo, de los reinos de Córdoba y de Jaén, y, ya en lontananza, el de Sevilla, que quedaría atado a la Corona de Castilla con el escudo de la ciudad consistente en el nodo (nudo en latín) reinterpretado por Argote de Molina en 1588 como NO8DO (no-madeja-do), y que el monórquido ferrolano convertiría en noticiario documentado —o «sálvate» semanario.

 Iniciaron en ese momento, las ciudades ahora autónomas de Ceuta y Melilla, un periplo de interdependencia con taifas, señoríos, ducados y dinastías, portuguesas y/o españolas, aplicable a las fronteras y familias reales musulmanas (almohades bereberes, almorávides magrebís—de poniente— y omeyas sauditas, tras la adquisición, o sucesivos magnicidios de los califas ortodoxos, de los derechos dinásticos mahometanos por parte del opulento comerciante Uthmán ibn Affán), que, como leeréis, también tenían sus desavenencias. Como en el caso del peñón y de Tánger, sopesando permanentemente la manutención, cosoberanía o autodeterminación de la ubicación estratétiga —estudiando la viabilidad económica, que diría un pesetero de los de ahora—. A punto estuvo Franco, o quizás su concitado nazi en Hendaia en 1940, de recobrar la montaña de Tāriq —si la legalísima Fundación Nacional Francisco Franco no incumpliera la Ley de Secretos Oficiales de 1968 custodiando documentación clasificada, prodíamos saber quién de los dos fascistas coqueteaba con el otro en aquella misteriosa entrevista (o de los tres si tenemos en cuenta la reunión en Bordighera con Benito a instancias de Adolfo un año después de lo de Hendaia)—. En cualquier caso, en lo que se refiere al territorio del continente europeo, a partir de este instante y sin proyecto de nación o junta imperial más allá de las cada vez más deformadas creencias espirituales, no podría hacer otra cosa que recomponerse, durante varios siglos (los godos, que venían del paganismo, fueron asumiendo primero el cristianismo arriano y posteriormente el catolicismo, condicionados por los intereses territoriales), a través del indoctrinamento de los subordinados para hacer mejor oposición a los invasores sarracenos, que, dicho sea, ofrecieron respuesta a problemas jurídicos y administrativos, con sabios entregados a la ciencia bastante antes que Alfonso X, que recibiría buena herencia en este sentido —quizás por esto, dará la orden de ejecutar a su hermano Fadrique, años después de fallecida la madre.

El de Las Navas; junto al gordo, el fuerte y el casto.

 Cuenta una leyenda de nuestra península, que, allá por el año 1196, Alfonso VIII el Noble, por Castilla, Sancho VII el Fuerte, por Navarra y Alfonso II el Casto, por Aragón (incluido el Condado de Barcelona), en pos del frente patriotero de turno —súbdito, en definitiva— que frenara una posible recuperación del pueblo almohade —científicamente más audaz—, impulsaron la enésima minicruzada cristiana en la confluencia de los tres reinos, actual cuneta de la carretera nacional N-113. El cuento refiere que cada monarca comió en su territorio, quizá como señal de paridad, quizá para no tener que abandonar cada quien sus dominios, aunque la naturaleza fabulosa de la transmisión de los hechos le confiere la condición de improbable. Lo que sí consta es la existencia de aquella confederación, en principio y hasta descollar el árbol genealógico de una dinastía transgénica de la Jimena con exógenos francos (la variante Borgoña de los Capetos, hermana de las Anjou y Borbón), únicamente católica apostólica —y romana.

 Confabulaciones aparte, el emplazamiento ha sido conocido desde entonces como «El mojón de los tres reyes» —también existe La mesa del rey, en La Carolina desde 1212, de los mismos productores—, y, un pentaedro, prisma triangular en el kilómetro 286 para más señas, con las entonces provincias de Zaragoza, Navarra y Logroño por caras laterales (anexionados estos últimos herederos de los berones a Castilla por Alfonso VI, con el Fuero de 1095 como garante para los lugareños, como ocurriera con Miranda de Ebro cuatro años después), además de un ambigú tocayo del popular hito a escasos kilómetros, sirven como coartada histórica. A los monarcas que participaron en la colocación de aquella primera piedra virtual, se sumaría, para la batalla de Las Navas de Tolosa (1212), Alfonso II el Gordo, por el reino de Portugal, una vez casado con la princesa —de nombre Urraca— del descendiente de la Casa de Borgoña, Alfonso VIII; el abuelo de el Gordo, Alfonso I de Portugal, había logrado la independencia del reino de León a cambio del vasallaje hacia la Iglesia (confirmada en la bula de Alejandro III Manifestis Probatum de 1179), que, a su vez y como es lógico, tenía silla y plato en todas las mesas para poder interceder mejor, amén de una ordenación territorial más incierta como es la diocesana y su arzobispado castrense. Curioso es también el caso de «La piedra de los tres obispos» , en la que tres prelados o jerarcas se sentaban en representación de cuatro municipios.

 La división a partir de 1090 del noroeste peninsular, con los condados de Galicia y Portugal que se sumaban a Asturias, (en innegable limbo geográfico tras los picos de Europa, el principado nace en 1388 con Enrique III; antes, otra leyenda, la de Pelayo y la batalla de Covadonga, así como el procesu independentista, en vano, del conde Gonzalo Peláez), y al reino de León —o asturleonés, por el «recorrido compartido», hacia Benavente (fío en el Itinerario de barro del s. III encontrado en Asturica Augusta, encrucijada de los caminos vacceos, astures, cántabros y turmódigos en época prerromana, pueblos y tierras delimitadas por ríos como el Duero, el Esla, el Pisuerga y el Cea, y asentamientos hasta Zamora y Valladolid como Cuéllar, Coca, Tordesillas o Toro), donde tenían puestos los ojos también los castellanos, apoyados en aquellos tiempos por los familiares navarros, encelados asimismo de cualquier comarca a tiro—, favorecería la estrategia de alianzas matrimoniales a modo de absorbentes sociedades multinacionales. La expansión de la Casa de Bourgogne, iniciada con el matrimonio de el Casto y la tía de el Noble, Sancha de Castilla, culminaría en 1230 con el de Fernando III el Santo (nieto de Alfonso VIII y abuelo del infante Juan Manuel del señorío de Villena —distinguido por el Santo en 1252, en comunión fraterna con las Órdenes de Santiago, el matamoros, y de Calatrava para empezar a ensombrecer España bajo palio y palo católicos—, autor de «El conde Lucanor» y del mito de la espada Lobera de Fernán González que el cronista recibiría en herencia) y Beatriz de Suabia (princesa alemana de la Casa de Hohenstaufen, madre de Alfonso X), en lo que supondría la unión de los reinos de Castilla y León.

 Otro Concilio de Toledo, en esta ocasión el XIII en 683, daría testimonio de la región, con competencias administrativas y militares propias, de Cantabria, enmarcada dentro del reino visigodo de Toledo. El confinamiento de la cristiandad más allá de la línea del Duero tras la penetración árabe, propició que cántabros, astures y vascones fueran estableciendo diferentes alianzas con los condados de Castilla, el reino de Pamplona, y los condados aragoneses y catalanes. Buena muestra es el ducado de Vasconia dispuesto por la dinastía merovingia de los francos, que desbordaría la Marca Hispánica procedente de Austrasia para hacer frente, precisamente, a los vascones. La llanura alavesa, en la esfera del reino de León primero, pasaría hacia el 931 al condado de Castilla a cintarazos, o golpes de plano, de Lobera. La independencia de las taifas en que se dividió el califato de Córdoba, consistió en el pistoletazo de salida para la conquista peninsular —la reconquista, únicamente en la mente de Alfonso III y de los predicadores de mitos alfonsinos—, por parte de los diferentes linajes europeos que fueron presentando instancia a lo largo de los siglos. Entre los más recientes e ilustres, identificamos los baldíos conatos de la continuación alcurniada de el Deseado (Fernando VII), con la tentativa saboyana de el Electo —Amadeo a secas, su Ducado se ve amenazado por la anexión de la Provenza y el condado de Niza a las posesiones francesas (doble juego permanente en la frontera franco-italiana, los diferentes tratados de Turín como el de 1760 dan fe, con el contrabando como protagonista dadas las circunstancias orográficas, zona en tiempos sometida a la jurisdicción de los condes de Barcelona)—, así como los reveses de los consanguíneos del palo principal —los bastos y las caenas del anhelado—, Alfonso XIII (su vástago Juan de Borbón heredará el condado de Barcelona tras renunciar a sus derechos sucesorios), los más recientes de el Campechano en 2014, y de el Preparao, por no ser quién para socavar la voluntad popular sin aval en forma de referendo.

 Tanto era así, que, la pretendida dinastía astur-leonesa o cántabro-pelagiana se quedó de improvisto sin soberano y sin tiempo de respuesta frente a una actuación violenta y rápida que usurpó las competencias territoriales —otros, por menos, hablarían de golpe de estado—, emparentándose la casta descendiente del tal Pelayo con la Jimena (en la crónica sebastianense están la correcciones en torno a su noble origen llevadas a cabo, siglo y medio después, por Sebastián, descendiente y sobrino del monarca de turno, Alfonso III), tras la alianza entre Fernando, conde de Castilla (hijo de Sancho Garcés III de Pamplona), y Sancha de León, previa muerte a manos de los Vela del prometido de ésta y coincidentemente con la del legítimo defensor de los intereses leoneses y hermano de Sancha, Bermudo III el Mozo, lanceado, dieciséis veces —si no recuerdan mal— en la Batalla de Tamarón (1037), tras la felonía de su cuñado Fernando que pretendía como dote la sustanciosa Tierra de Campos. Una reciente autopsia determinó que la causante de la muerte fue una lanza adversaria que le entró por el ojo derecho, le reventó la órbita ocular y le arrancó el maxilar superior, pudiendo constatar al menos otra quincena de estoques y lances fundamentalmente en la parte inferior del tronco. Lo que se hablaría en las casas de lenocinio de la época, si es que las había, al respecto de la autoría del regicidio. Aún con todo, las crónicas domésticas siguen transmitiendo que el Mozo , muerto a los 19 años, se adelantó a sus veteranos caballeros, los cuales no dispusieron de tiempo suficiente —o lanzadas— para socorrerle. La posterior crónica silense de Lucas de Tuy recogerá la «ligereza» del trotón Pelayuelo, más allá de la divisoria del Pisuerga —aprovechando que Bermudo había traspasado Valladolid.

 La derrota en Aljubarrota de los leales —imagino que el eufemismo se debe al estatus social y nobiliario de los contingentes perdidos— comandados por los señoríos (del de Cameros sólo regresó un soldado al que asesinaría su padre tras consideralo cobarde por sobrevivir), contra fuerzas portuguesas (e inglesas, en guerra con Francia por 117 años también debido al expansionismo integral), acarrearía la consolidación del reino de Portugal alejando una vez más la posibilidad de una península unida. Las reconciliaciones entre los aborígenes ibéricos fueron frecuentes, como en 1479 con el tratado de Alcáçovas y el reconocimiento de la soberanía castellana del archipiélago de Canarias (además de Guinea, Madeira, las Azores o Cabo Verde, entre otras posesiones, para los intereses lusos), haciendo necesario el arbitrio pontificio en sucesivas ocasiones, so pena de excomunión y dejando la potestad en manos de la autoridad real, especialmente desde la entrada en escena de Colón. Tal es el caso de la Bula menor Inter caetera * de 1493 o del tratado de Tordesillas al año siguiente, tras la aparición de las nuevas variables e incógnitas que se irían despejando a partir de 1750 con el tratado de Madrid, y 1785 con la creación en Sevilla del Archivo General de Indias por Carlos III, el Mejor Alcalde de Madrid.


* Bula menor Inter caetera
«Y además os mandamos en virtud de santa obediencia que haciendo todas las debidas diligencias del caso, destinéis a dichas tierras e islas varones probos y temerosos de Dios, peritos y expertos para instruir en la fe católica e imbuir en las buenas costumbres a sus pobladores y habitantes, lo cual nos auguramos y no dudamos que haréis, a causa de vuestra máxima devoción y de vuestra regia magnanimidad.»


 La zona de la villa, antes que «casa de recreo» (desde 1123), de Madrid, fue cruce natural de caminos, con el hacinamiento carpetano de Miralrío (Rivas) como primera referencia histórica cercana (conocida), confluencia de lo precelta con lo celta en la contienda peninsular interrumpida por la romanización hacia la finalización de las guerras —o alianzas— celtíberas en el 133 a.C. con la caída de Numancia y de su héroe Retógenes —el legado de Roma en forma de obra civil y militar, así como su burocracia, empleada contra el ciudadano, aún perduran—. Incorporada oficialmente a la Corona de Castilla en 1083 por Alfonso VI de León (corona no efectiva hasta la muerte de éste en 1109). La desposesión cristiana del espacio entre el Tajo y el Duero de la meseta central había limitado Castilla a un condado vasallo hasta la división del reino de León entre los hijos de Alfonso VI, a la Bardulia quae nunc appellatur Castella («que ahora se llama Castilla», constancia de la cita histórica de Alfonso III en el códice rotense del siglo X), o, por extensión histórico-geográfica, a los barduitas de los que habla Estrabón* en tiempos del notado como Ungido —literalmente «signado con el óleo santo», el Christós (griego) o Māšîaḥ (hebreo)—. El asentamiento y la expansión católica llevó a la villa a vivir por encima de sus posibilidades demográficas desde que Felipe II, desde la perspectiva ultramarina del momento, decidiera otorgar en 1561 la corte y la capitalidad a la comunidad autónoma uniprovincial de la que depende la ciudad desde el estatuto de 1983. Previamente, el municipio había estado enmarcado dentro del que se fijó para Castilla-La Mancha con la Constitución de 1978 (la provincia había pertenecido durante décadas a Castilla la Nueva). Escuchar hoy en día a los matritenses, hablar casi exclusivamente del tráfico o de la salud ambiental de la ciudad, tanto para defender como para detraer a la monarquía, al tiempo que reivindicar institucionalmente la capitalidad de casi cualquier cosa, resulta, cuando menos, paradójico —en mi opinión, el villano ensanchamiento debería venir por vía de la compartición de poder(es) y la generosidad cultural alterna, y no por cuenta de la maza y el ladrillo.


* Estrabón III, 3, 7. Traducción: Perfecto Rodríguez Fernández. Universidad de Oviedo.
«(III, 3, 7) Todos los montañeses son sobrios, beben normalmente agua, duermen sobre el suelo y dejan caer su larga cabellera al modo femenino, aunque para la lucha se ciñen la frente con una banda. […] Beben también sidra, pero escasea el vino; cuando lo consiguen, lo consumen rápidamente en los banquetes familiares. En vez de aceite, usan manteca. Comen sentados en bancos construidos alrededor de las paredes ocupando el lugar correspondiente según su edad y dignidad. Hacen circular los alimentos de mano en mano. Los hombres, cuando beben, danzan en corro al son de la flauta o la trompeta saltando e inclinándose alternativamente.»


 En lo que concierne al levante, la expansión de la pretendida reconquista peninsular trajo consigo una serie de revisiones de las cláusulas de vasallaje que Castilla ejercía sobre Aragón (desde 1140 con el tratado de Carrión, pasando por los de Tudilén y Lérida, hasta el de Cuenca en 1177) quedando definitivamente anuladas en el tratado de Cazola (1179) en Soria, lugar de nacimiento del infante de la casa borgoñona Alfonso VIII, al que también se le dio amparo, primero en la fortaleza de San Esteban de Gormaz, y después en las de Atienza y Ávila, adquiriendo lealtad la nobleza de aquestos lugares una vez llegó salvo el delfín a la mayoría de edad. Reseñar la conquista de la taifa de Valencia en 1238 para convertirla en reino, que, junto con el de Aragón, el de Mallorca y el Condado de Barcelona constituyeron la Corona d’Aragón, que se uniría a la de Castilla en 1707. La reivindicación catalanista, fundada análogamente a la valencianista, la aragonesista y la baleárica en los decretos Decretos de Nueva Planta del felipismo borbónico enfrentado al carlismo austracista hacia 1714 (resultada Diada nacionalista a partir del 11 de septiembre de 1934 vinculada con Lluís Companys), será impulsada hacia 1914 con la creación de la Mancomunitat de Catalunya y el favorecimiento de las necesidades territoriales desde una institución única (tras asumir las competencias de las cuatro diputaciones), y desbaratada al dictado de Primo de Rivera tras el golpe de estado de 1923.

Tanto monta, monta tanto, oligarca que tirano

«La Muy Noble, Muy Leal y Antiquísima Ciudad de Soria», cabeza estática en el extremo oriental del Duero de una estremadura creciente al ritmo de la reconquista, podía llevar su ganado hasta donde le permitía la frontera almohade. La dedicación de epítetos superlativos anuncian las diferentes prerrogativas hacia «los caballeros de Soria» (por la lealtad hacia al rey niño Alfonso VIII) de las que no hay constancia en ninguna otra ciudad española, como es el privilegio de los arneses por el que la ciudad disfrutaría, en sucesivas coronaciones, del aprovisionamiento militar de «cien pares de armas, escudos, capellinas e siellas». Singular es asimismo el desaparecido estamento de El Común de los pecheros, que dividía el municipio (su estado llano) en diferentes cuadrillas o distritos, de aplicación pasajera y simbólica en las fiestas paganas de «San Juan o de la Madre de Dios» —equiparado con linajes de mesnada y blasones de calderas con tintes de «auxilio social» desde la guerra civil—, regidos por alcaldes de cuadrilla o de la Mesta, «autoridad nombrada por una cuadrilla de ganaderos, y aprobada por el Concejo de la Mesta, para conocer de los pleitos entre pastores y demás cosas pertenecientes a la cabaña de la cuadrilla que lo nombró», según el diccionario de la lengua española. La peculiar y creciente ordenanza festiva fomentada desde el Consistorio para distracción municipal hace que cobre sentido la sentencia de Rajoy: «es el vecino el que elige el alcalde, y es el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde»; y también la máxima, suscrita a su predecesor en el cargo presidencial, de «viva el vino».

 El Honrado Consejo de la Mesta (Alfonso X, 1273) fue fruto de la reflexión de, sino un sobresaliente letrado, un despierto monarca que supo comisionar a los mejores maestros y juristas del momento (a una aristocracia), en la búsqueda de la uniformidad jurídica de su reino. Los aspectos filosóficos, morales y teológicos que en las Siete Partidas se abordan, aparte de los legales, penales y relativos a la administración, permiten hacernos una idea del carácter clerical, indisoluble de la época, de esta carta magna. La más reciente, la de 1969-78, todavía reza —o ata— por mantener «consiguientes relaciones de cooperación» (Art. 16.3 ) derivadas de la pragmática de conversión forzosa de los reyes católicos en 1502. En el caso del bucólico concejo, la reglamentación a mantener iba a ser la que determinara la Real Sociedad de Ganaderos de la Mesta en 1347. Como era de esperar, la recién emanada corporación nacional iba a disfrutar de diferentes privilegios como la exención de prestar servicio militar —me viene a la mente el reportaje de Michael Moore denunciado el reclutamiento para la guerra de Irak en los institutos estadounidenses en lugar de empezar por los ideólogos y sus familias—. La real sociedad iría paulatinamente derivando en una sociedad de inversión de capital hasta la muerte de Isabel la Católica, momento en que la mesta es ya controlada por los dueños de los grandes rebaños —no se haga ilusiones el ciudadano de a pie, hablo de nobles, órdenes militares, iglesias catedrales y grandes monasterios—, lo que desembocaría irremediablemente en la revuelta de los comuneros de aquellas primeras comunidades de Castilla, para cuyas instituciones se destinaría una fracción de la herencia de Maximiliano I de Habsburgo.

 Durante los reinados de la Casa de Trastámara (1369−1555), el debilitamiento del desarrollo económico de los burgos fue directamente proporcional a la ganancia de autoridad de los soberanos, el camino hacia el absolutismo había sido dispuesto mediante la religión. Serán los Reyes Católicos los que, con la creación del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en 1478 (competencia directa de la monarquía, Portugal tomará ejemplo en 1536), acrecentarán el distanciamiento con las culturas ajenas al imperialismo cristiano que poblaban la península, empezando a conformarse el timón del oportuno y alternativo birreme, sin más requisito en cuanto al rumbo que el provecho personal, y que hasta el régimen franquista no se identificaría como nacionalcatolicismo. Y será Carlos I, el hijo de una reina sin reino (Juana la Loca) y recluida en Tordesillas tras la muerte de la madre Isabel la Católica, aunque, por dicha, nieto del emperador alemán e hijo de el Hermoso, el que, en su afán recaudatorio y avalado por las testas de los sujetos menos pasivos como Bravo, Padilla y Maldonado, instaurará la costumbre y el gusto por la senda de déficit y la dependencia de la banca. La gran apuesta de la casa alemana de Habsburgo fue la de colocar a su máximo activo en la línea sucesoria española, aunque no contaran con la muerte súbita de su princeps, sobrevenida en Burgos jugando a pelota —otros, por más, pasarían página.

 En el desaparecido Libro de las querellas, el también monarca de la Casa de Bourgogne, Alfonso X, debía dolerse de la ingratitud de la nobleza y el clero, que sin duda aprovecharían para beneficio político —el suyo—, iniciándose un proceso de aclimatamiento administrativo que degeneraría (en una oligarquía) hasta nuestros días, con reconocibles puntos de inflexión, como la asunción de la corona del Sacro Imperio Romano Germánico por Carlos I —a la sazón, ladrón y ministro— o la desamortización de Juan de Dios Álvarez Mendizábal tras los tímidos simulacros, más como consecuencia de la miseria y los motines, emprendidos por Carlos III o por el valido de su hijo Carlos IV, Manuel Godoy. Reseñar que el hermano mayor de Carlos IV, el que debiera haber sido Felipe VI, ya había sido apartado de sus funciones dinásticas, siendo excluido de la sucesión al trono por la más que probable capacidad empática con sus súbditos (registrada por los historiadores como deficiencia mental, término afortunadamente en desuso).

 De Roma, por cierto, se asumieron sus juegos, sin mayor objeción que la de reconvertir la lucha de gladiadores en torneos de caballeros, y las venationes de fieras encolerizadas (indistintamente en anfiteatros o circos) por el lanceo de astados a corcel en campo raso y el toreo siniestro con diestras faenas en las plazas mayores. Nicolás Fernández de Moratín, por la atribución, y Rodrigo Díaz de Vivar, por presunto lanceador, comparten el dudoso honor de hacer de esta práctica uso y costumbre (la expresión fiestas de toros aparece referida en crónica de 1128). Documentación del Archivo d’a Corona d’Aragón, custodiada en Barcelona con cierta lógica por la influencia artística grecolatina desembarcada en la Ampurias (Emporiae o «mercado») de la provincia tarraconense romana —posiblemente con queso Morlacco del Adriático—, revelará a Juan I, el cazador, como el instaurador oficial de las corridas de toros, permitiendo la que tuvo lugar en la Plaça del Rei en 1387, habiendo constancia de tres morlacos alanceados . Asimismo, existen referencias previas como la de 1215, durante el IV Concilio de Letrán cuando se marcaron las pautas de comportamiento de los prelados que constataría Alfonso X con la Ley 57 del Título V del Libro I de las Partidas*; y posteriores como la de 1534 en el libro de la Cofradía del Santísimo Sacramento de Santiago Apóstol de Tordesillas, sobre el Toro de la Vega. Fiel reflejo de la estima animal son también las quadrigae que tanto prodigan y que ornamentan lugares y eventos tan distinguidos como la Brandenburger Tor en Berlín o el famoso discurso de Reagan «Tear down this wall» (1987) allí acontecido.


* Ley 57 del Título V del Libro I
«Que los perlados non deven deyr a ver los juegos, nin jugar tablas nin dados, nin otros juegos, que los sacassen de sossegamieto. Verdamente deve (sic) los perlados traer sus faziendas, como homes de quien los otros toman enxemplo: asi como de suso es dicho: e porende no deven yr a ver los juegos: assi como alançar, o bohordar, o lidiar los Toros, o otras bestias bravas, nin yr a veer los que lidian. […] e el que lo fiziesse, despues que gelo vedassen sus mayorales, deve ser vedado del oficio, por tres meses”.»