Monarquía no retornable

No hay atraco perfecto, ni mal que cien años dure. Ni el juancarlismo ni tampoco el felipismo han tenido reparos en consentir una descentralización territorial mientras fuera en lo económico, mientras fuera una descentralización desde lo público hacia lo privado y fueran el oso y el madroño los más descentralizados en este sentido. Así, viene desarrollándose desde la llegada de los Capétiens y su rama menor, los Bourbon, a esta su casa, una adulterada competición fiscal y poblacional con Barcelona que tiene su traslado en la rivalidad futbolística entre el Real y el Rei de Copes. Hoy tenemos a Felipe VI —o teníamos— en la tesitura de pasar por rey demócrata, con la misma muleta que tuvieron su padre y su bisabuelo en el ala socialdemócrata conservadora (la avanzadilla de la derecha en territorio hostil, la que ni siquiera respeta la supuesta aconfesionalidad del Estado), y por ello astillada y despeluchada. Lejos de pasar por una corona como la sueca, avalada entre otros motivos por su moneda oficial y el derecho a fabricarla. Los partidarios del triste Sire que no llegó a ser acuñado en pesetas más que en réplicas, han militarizado el Congreso y la política social, pasando el punto de no retorno tras el mayestático discurso del 3 de Octubre de 2017 —nos tocan a una, nos tocan a todas—, su particular Rubicón. Se ha socavado la convivencia como constatamos con las espontáneas patrullas de abanderados que se dan cita en el parque de la margen izquierda del Manzanares, otrora retiro espiritual de los monarcas (desde el duelo de Felipe II por Isabel de Valois).

  El debate sobre la gestión de la crisis del coronavirus que acapara la atención de la vecindad, ha propiciado el desglose de tareas y atribuciones (este virus no lo estamos parando Unidos) tras dedicar la función judicial a la extorsión con la búsqueda de culpables desde antes de poder hacer una valoración objetiva, desde antes incluso de aparecer oficialmente la preocupación pandémica por un virus preocupante desde hace al menos diecisiete años. Si tienen que depurarse responsabilidades, que sean sobre la deuda ecológica y la desnaturalización económica del sistema sanitario. El problema de salud pública es una cuestión de Estado, íntimamente relacionada con la articulación territorial y con la identidad del mismo. Esta es, además, la dimensión que se le ha conferido, los aspectos cruciales para los medios han sido los ámbitos de confinamiento y los funerales de Estado. Sin reparar en que la sanidad semiprivada —o semipública , ya Ud. sabe— ingresa por enfermos; las iglesias por terminales, desahuciados y excluidos; los reconstructores de ruinas por positivos y síntomas (destinando los fondos a control social); las organizaciones medioambientales sí lucrativas por basura —retornen la publicidad de quienes torpedean los proyectos ecológicos y se lucran por envase—; las patronales por desempleados; las multinacionales por empleados deslocalizados… Y todos ellos se desgravan con la beneficencia y se blanquean con el lameculismo vasallo. Ya lo dijo Esperanza Aguirre, el dinero persigue al paciente, aunque a menudo sea el paciente el que acuda voluntariamente a la mezquindad. La máxima ha sido siempre «garantizar la sostenibilidad del sistema nacional de salud». ¿Qué sostenibilidad? Obviamente la económica.

  El desarrollo verdaderamente sostenible acontecería con la disipación del terror neoliberal y la restitución a la sociedad de sectores estratégicos para la dignidad humana como la salud, la enseñanza y el acceso a la vivienda. Disolviendo el desequilibrio económico doctrinal y entregando las armas sus grupos de extorsión (herramienta y técnica al servicio de las personas). Con palos en las ruedas de la transición democrática no habrá legislación ecológica o bien llegará tarde. Los lobbies, los holdings, los brokers, los traders…, los que tienen lo que hay que tener para ser investors, parten de una posición privilegiada para afrontar —o, por el contrario, afrentar— el mañana. Todavía nos quedan razones por las que convivir, no tanto placeres de los que disfrutar. Démonos respiro. Para la mayoría no tiene sentido la manutención del clasismo, del entramado económico (o economía por tramos) y de las fronteras fiscales, resultado de la construcción europea sobre los cimientos de la derrota en la II Guerra Mundial, en las que el propio Franco se reconocía y así lo manifestó durante el discurso de Navidad de 1969, con una «política exterior siempre orientada a lograr la plena incorporación a la comunidad internacional». «No solo somos un país europeo sino que hemos contribuido decisivamente a la formación del concepto de Europa». «Demostrar con hechos lo que somos y lo que queremos» dijo Suárez al tiempo de ser apartado en 1981 (ni él ni Gutiérrez Mellado se sorprendieron de ver a Tejero en el hemiciclo). O, como se definiera Fraga que sí llegó a reconocerse plenamente como parlamentario europeo, conservador en lo social y liberal en lo económico. El componente económico no varía. La reconstrucción europea fue liderada por la OTAN, el FMI y el Banco Mundial, su uniformidad reside en lo económico-monetario, la globalización ha sido interesadamente desnatada.

  La mejor manera de que nadie se quede atrás es que no lo hagan ni territorios ni sectores económicos, compartiendo las mismas exigencias educativas, sanitarias y habitacionales y, en consecuencia, jurídicas. Los impuestos directos debieran destinarse a tantas partes como niveles administrativos (una parte al Estado central y la otra subdividida), máxime cuando imperan los intereses partidistas para que caiga tal o cual territorio o municipio —que ya levantarán los contrarios—, con una progresión impositiva que considere decentemente la renta per cápita y tienda a la igualdad. La comarca o partido judicial bien pudiera ser el tercer nivel administrativo y al mismo tiempo la circunscripción electoral uninominal para el Congreso (nexo entre provincia y localidad, el problema de las diputaciones no es la institución sino el desempeño partidista-clientelista). Los tramos pueden desaparecer sin necesidad de prescindir de la progresividad, la paulatina reducción tanto del número de tramos como del tipo más alto abunda en el escalonamiento social. La percepción negativa del aumento de impuestos (ligada a la del aumento de salarios) denota la ausencia de fe en el Estado, contrariamente a la defensa a ultranza que se hace de la abstracta Patria y de la Corona. No ocurre lo mismo en Suecia (sueldo medio 3.634 euros, más del doble del español) donde lo entienden como un adelanto para tener cubiertos (toda la sociedad) los gastos relativos a educación, sanidad, permisos laborales, desempleo o pensiones. En nuestro país los planes privados desgravan, que le pregunten a CiU, PNV o Coalición Canaria. El pueblo catalán (y no la oligarquía) disfrutaría su ansiada emancipación fiscal; la plutocracia vasca no tendría que renegociarla cada cinco años; canarios, ceutíes y melillenses tendrían mayor soltura para compensar la desventaja geográfica; y el resto no seguiría empeñado en ser español a cambio de nada.

  Hoy sabemos que Juan Carlos I accedió al trono financiado por Arabia Saudí y auspiciado por la CIA estadounidense tras vender a su pueblo, la provincia española del Sáhara Occidental frente al archipiélago canario. Que le dieron hecho el golpe de efecto del 23-F. Que durante su jefatura estatal hubo terrorismo de Estado. Que no tenía reparos en aceptar agasajos y comisiones. Que le relevaron del cargo contra su voluntad por incontinencia reprensiva, al tiempo de un aforamiento emérito y una amnistía fiscal ad hoc a la postre inconstitucional sin efecto en las regulaciones. Y que ha abandonado el país sin despedirse siquiera de las Cortes que lo proclamaron, siendo acogido en una dictadura árabe que le blinda jurisdiccionalmente. Mientras tanto, los fondos de inversión de capital riesgo siguen explotando el filón de la monarquía borbónica y de los conciertos con sus hospitales, especialmente los de la Comunidad que fuera presidida por la dueña de Pecas (el perro faldero de Aguirre), a saber: el Rey Juan Carlos, el Infanta Elena, el Infanta Cristina, el Príncipe de Asturias, el Infanta Leonor y el Infanta Sofía. La comunidad de la capital de España tenía al tiempo de celebrar sus elecciones autonómicas 6.663.394 habitantes censados, de los que 4.455.756 tenían derecho de sufragio activo y pasivo. De entre todos ellos, eligieron presidenta a la community manager de Pecas, a una persona que nadie en su sano juicio votaría como presidenta de su comunidad de vecinos o de la AMPA del cole de sus hijos. Ya va siendo hora de buscar la responsabilidad fuera de los ejecutivos, ya va siendo hora de tener fe en el Estado.