Acaban de celebrarse comicios en España y, tras la juerga democrática, llega la desazón de constatar cómo el heredero de la jefatura estatal, en contubernio con el procedimiento electivo de los poderes públicos, volverá a distribuir nominalmente las funciones entre incondicionales del 56.3 de la Constitución Española. En este país, la interminable campaña mediática se reinicia con la supeditación al vencedor en las legislativas para el nombramiento de los cargos; si el caudillo consiente y ve aceptable la conformación de los equipos jurídico y gubernamental, de las denominadas elecciones generales emanarán significativamente el resto de poderes. Para allanamiento comprensivo, acabamos de padecer la dependencia legislativa del Tribunal de Cuentas con la revocación, dos votos contra uno , los de los juristas designados por el PP, de la condena a Ana Botella por la venta masiva de pisos protegidos a fondos buitre, dejando de ingresar 22,7 millones a devolver en conjunto tras haber realizado la operación saltándose el procedimiento con «opacidad», «sin concurrencia» de otros interesados y «por debajo del precio de mercado». Volviendo al asunto jurisdiccional, cabe reseñar el desfase temporal con respecto al ejecutivo en la asignación de los mandatos (juancarlistas, ya expirados por datar de 2013) de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (cada seis años, con renovación parcial de los miembros del Consejo cada dos) y del Consejo General del Poder Judicial (por un período de cinco años). Conocida es asimismo la urgencia y la transitoriedad de la renovación del Consejo de Administración de RTVE.
En el discurso de investidura del candidato a la presidencia del gobierno propuesto por el rey (el monarca tiene también la potestad de separar al resto de miembros) hemos escuchado muchas generalidades, rebosantes de eufemismos a modo de barniz de la vieja política que se empeña en ofuscar a la ciudadanía, que como tales imprecisiones no pueden convencer a nadie consciente del poder en liza. Con la izquierda sumando pero con sus principios vetados, el discurso ha consistido en la parrafada vacía que persigue no afrentar a una amplia gama política, en el alegato, con independencia del orador, que procura ser suscrito por la mayoría, en el sermón en el que todos pueden reconocerse en alguno de sus pasajes. Ha sido el genuino discurso estafa escrito para llegar por letra titular a extraños de la política que, además de no hacer callar a los ofendidos por la mera posibilidad de ser cuestionada la repartición de poder y la forma del estado, no resuelve nada. Ha sido el vuelco del debate que se venía ponderando como cuestión primordial del estado. ¿Qué fue del pa amb tomàquet nuestro de cada día durante las fechas electorales (incluida la andaluza)? ¿Y del conflicto entre el poder terrenal y el celestial, del choque de nuestro aconfesional estado con el estado vaticano? ¿Es propósito estatal —como señalaba Tomás de Aquino para eludir el conflicto entre razón y fe— una sociedad armonizada por las virtudes morales?
Con motivo de la gobernabilidad en un régimen pardillo en cuanto a coaliciones gubernamentales, se ha manejado estos días una hipotética reforma constitucional. Cuando hablamos de una Constitución para un Estado hablamos de constituir el poder determinando los aparatos que lo ostentarán y el modo en que lo harán, para bien en representación de los intereses de la mayoría. Poder que dividió primeramente el barón de Montesquieu en aras de evitar abusos y garantizar el respeto a la función orgánica con que nacen los estados democráticos mediante mecanismos de correlativo control, y que tiende a la degeneración (o bien no se alcanzan los niveles deseables) cuando no presenta el equilibrio entre instrumentos o se produce la inefectiva –desde el punto de vista democrático– fusión de los poderes que tan bien describe a las monarquías europeas. De mancomunar la «riqueza común» (common wealth) de Inglaterra, Escocia e Irlanda durante el período republicano (desde la ejecución de Carlos I en 1649) se llegó a la perversión colonialista de la Commonwealth de Naciones (1949) bajo constituciones de fachada por la soberanía parlamentaria sobre los derechos inherentes al ser humano. El protectorado de Cromwell (desde 1653) desembocaría en la restauración monárquica con la Declaración de Derechos de 1689 (desafortunadamente para el pueblo anglosajón y una efectiva separación de poderes, Charles Louis de Secondat no había cumplido su primer año de vida) en que se fundamentan el resto de textos doctrinales que se van adicionando y que conforman la constitucionalidad monárquica británica (puesto que no existe una carta magna formal).
Amén de la evidente analogía monárquica, con un más que dudoso abandono del absolutismo y un constitucionalismo de «principios rectores», tanto en el Reino Unido como en el desunido de España se dan condiciones que favorecen el régimen de partidos y tienden al bipartidismo. El tradicional tándem tories/laboristas (con los liberales como tercero en discordia) y su predominio legislativo sobre los derechos fundamentales, con la plena asunción del sistema unitario-centralista por parte de los partidos hegemónicos, tiene su traducción en España en la facilidad del bi/tripartito para alcanzar la proporción parlamentaria que permite realizar reformas parciales de la Constitución. Además de coincidir en la forma de estado unitaria, por similar motivo y a pesar de su bicameralismo y de su condición plurinacional, sendos estados tratan de mantener a distancia la representación territorial con una Cámara Alta cimentada en el señoritismo (frente al federalismo alemán y al estadounidense, p. e.), así como otras fórmulas de compartición de poder como el semipresidencialismo (francés o ruso, p. e.) –en caso de aceptar el pretendido simbolismo monárquico.
Cuando hablamos de proceso constituyente (en libertad) hablamos de período de despertar popular (después de un letargo), durante el cual se produce un debate público que termina con la designación de candidatos a cortes constituyentes para votar las diferentes propuestas ciudadanas. Dichas cortes se disuelven una vez definido el modelo de estado, con la forma política y la articulación interna del estado así como los aparatos y cámaras de los distintos poderes. No se puede hablar de Constitución (de los poderes) en sentido transversal sin elecciones a Cortes Constituyentes. La vigente Constitución se trabajó a escondidas, al tiempo que la ley reguladora de Secretos Oficiales de 1968, en sentido vertical, de arriba hacia abajo. El modelo de estado reinante es un prototipo obsoleto de la élite y para la élite, el debate de investidura es en cada ocasión una mascarada. Los partidos políticos son alejados de la sociedad civil e integrados en el estado por vía de las subvenciones.
El sistema electoral ni es representativo, ni se acerca a la proporcionalidad; incluso se especula con distorsionarlo más. Los inconvenientes que conciernen al tamaño de los distritos o al cómputo uninominal/plurinominal del escrutinio electoral (las normativas de obligatoriedad respecto a los partidos políticos anulan el sentido de las listas abiertas) fueron sopesados durante la sesgada II República. El favorecimiento de la lista más votada deriva en la tendencia de coaliciones heterogéneas (independientemente del número de siglas) que lleva al mal menor del voto (in)útil y a la errónea percepción del peso efectivo de cada ideología entre la población. La inexistencia de representación territorial en estados de reconocibles nacionalidades conforma alianzas con fuerzas regionalistas o nacionalistas profundizando en la deformación representativa (constatable inestabilidad con el desatendimiento del Senado tras la dictadura de Primo de Rivera).
No quisiera concluir sin mencionar la limosna del «bono social de acceso a Internet para colectivos vulnerables» y el delirante «riesgo de exclusión digital» mencionados por el candidato en su discurso de investidura, que ejemplifican a la perfección lo que el eventual ejecutivo plantea, la normalización de la situación de crisis y el mantenimiento de la insostenibilidad planetaria y los recursos humanos como fuentes de riqueza y de voto, con la necesidad de medidas extraordinarias de orden social para practicar la magnanimidad. En definitiva, la ausencia de libertad en la que se debieran basar los poderes constituidos democráticamente, y la perseverancia en los favores otorgados y las concesiones demagógicas desde el poder.