Maximizar incondicionalmente el beneficio pasa necesariamente por minimizar la protección social con los riesgos epidémicos (en todos los entornos) que ello significa, y que importan poco o nada en la cultura del «coge el dinero y corre» mientras te cubren con ruido los medios de inoculación y distracción de infantiles masas. La multiplicación del capital desconocedor de fronteras y nacionalismos, ajena a la legitimidad transaccional, disfruta del momento de los valores meramente económicos, garantizados por «activos» o burbujeado efectivo como los Asset-Backed Securities (o ABS), sin riesgo, en contraposición a los Venture Capital (o VC), que a pesar del nombre gozan del respaldo de la experiencia e influyencia, tanto política como jurídica, para cubrir su apuesta por las start-ups o emprendedores emergentes (o ya emergidos, según el caso). Dichos tipos de valores terminan integrando a los miniestados en que consisten las (grandes) ciudades como Madrid en la aldea global especulativa. Como muestra de ello —reveladora de la dirección a seguir—, tenemos el ansiado pelotazo del desarrollo urbanístico en la zona norte que posibilitaría la Operación Chamartín y que estaría a punto de ser transferido por el banco preocupado en discriminar la opinión política opositora, con la intermediación de la inmundicia (para)policial y (para)periodística, a un fondo inversor (árabe, de Oriente Medio), de los que contratan asesoría local y se largan con la ganancia en el momento álgido.
Puesto que los inversobres (sic) —como nos filtrara el inconsciente de Rajoy— no viajan por el planeta buscando solucionar los problemas de la gente, la toma de decisiones (financieras) debería democratizarse a través de juntas elegidas en representación del común (democracia representativa y participativa); las finanzas deberían ser socializadas; la consabida zancada de Solchaga hacia el liberalismo en 1991 con la integración en la corporación Argentaria del Banco Hipotecario, creado durante el Sexenio Democrático tras la marcha a Francia de Isabel II (y resto de organismos destinados al crédito público, más emparentados éstos con el exilio de Alfonso XIII, como Banco Exterior, Banco de Crédito Industrial, Banco de Crédito Local y Caja Postal), que terminaría entronizando al recientemente apartado presidente del BBVA, debería ser desandada; la economía debería liberarse del cortoplacismo recobrando los valores humanos en sus ecuaciones. De otro modo, sin reforma estructural urgente, caeremos en recurrentes crisis financieras más o menos globales que normalizarán el predominio elitista y que, como ya demostrara el crac hipotecario, no albergarán la más mínima intención de socorrer a los damnificados, culpabilizándolos entonces de vivir por encima de sus posibilidades mientras se disponen fondos públicos de rescate para las (in)sensatas entidades responsables, que cambiarán de gerentes y de titularidad —para mal o para bien, para corto o para largo, pública.
Si en otro tiempo eran las plazas de toros y las primeras líneas de playa (hoy pululadas por fuerzas y sistemas de seguridad en fraternal competencia europea por la denegación de auxilio) las que atraían capitales, mientras se desechaba un necesario y permanente telar productivo hasta el límite de exportar recursos humanos sin más provecho que el alivio de gasto y porcentaje de parados —«movilidad exterior» como leyera la exministra con competencias migratorias, Fátima Báñez—, hoy nos congratulamos de armar a la EU, a la NATO y al Kingdom of Saudi Arabia, ya sin idiosincrasia aborigen (y de ahí la posibilidad y la necesidad de confluir los diferentes pueblos de las diferentes naciones), en favor del globalizado ennoblecimiento de los espacios urbanos (o gentrificación) y las garantías hacendísticas de las sociedades de inversión en el mercado inmobiliario , implementando las fórmulas paradisíacas de fiscalidad del primer mundo con las que periódicamente conjeturan acabar los países más especuladores en sus foros más exclusivos. Desde la perspectiva nacional, ha cambiado el sentido y el modo de (re)distribuir la riqueza tributaria, mientras antes recaudaban directa y religiosamente las personas físicas —atrás quedó el «declare en beneficio de todos» del mandato de Fernández Ordóñez—, hoy es ofensivo dejar rastro de paso por la tesorería estatal. Así que, con suerte, chispean migajas en forma de trabajos temporales de camarero o kelly, con la probabilidad creciente de tener menos estudios el seudointelectual al que se prepara el gin-tonic con rodaja de pepino ecológico (de los envasados en plástico y con más mundo conocido que los sirvientes), y de que se suba sin latencia una queja a internet desde un iPhone —5G en breve— por no sonreír. La ausencia de proyecto alternativo impide (a la mayoría) ejercer siquiera de estorbo a la expansión colonialista del nuevo liberalismo, no se puede inquietar a los empleadores .
La puntual honradez de Bárcenas y Pujol reconocedora del manejo habitual de sobres y ramas —lástima de vareo que las crujiera antes de sus necrofílicas despedidas—, no ha bastado a día de hoy para desenmascarar al secretismo de Estado que resta sentido a la existencia del mismo. Su razón de ser, sostiene Aristóteles, es la de fomentar el desarrollo de virtudes morales. El satírico Horacio, recuerdo habérselo escuhado a Anguita , argumenta que las leyes, sin la costumbre que las ampare, son inútiles. Sumidos en un proceso globalizador de dirección contraria al determinismo autónomo propio de la unidad fundamental de los seres vivos que es la célula reproductiva, donde tiene lugar la mutación que concreta la evolución, y bombardeados por mensajes más o menos subliminales procedentes del caótico poder que futboliza la política, conviene ‘apagar la tele’ y abrir los sentidos a un cosmos ordenado (sirva de ayuda recordar el desvarío de la Unión Europea legitimando la autoproclamación de Guaidó en Venezuela). La (pre)supuesta racionalidad de los mercados puede ser superada por la contemplación de las buenas prácticas, con decisiones en base a la utilidad social y no a los índices de rendimiento que demandan la expropiación de bienes, cuerpos y mentes mediante la extorsión, la fuerza bruta o la justificada en deudas. Difícil, aunque no imposible, en el país de la contrarreforma y del contraliberalismo (del Sexenio Absolutista, la Década Ominosa y trienio liberal entre medias), en un reino al que le cuesta digerir los cambios, reacio incluso a acatar la monarquía constitucional absolutista dispuesta en 1812 para la «Majestad Católica» de Fernando VII, «sagrada e inviolable» y «no sujeta a responsabilidad». El Deseado sería recibido dos años después con vivas a las cadenas tras el Manifiesto de los Persas (análogo al manifiesto de exaltación franquista de 2018 firmado por 181 mandos militares, algunos de ellos en la reserva y seducidos por VOX), para derogar la obra de la asamblea constituyente gaditana que instaurara el Consejo del Rey, precursor del Consejo de Estado, señuelo a su vez del «estado profundo» u oligarquía borbónica.