Nuestro calendario está repleto de efemérides siniestras. Las trescientas sesenta y seis fechas de la agenda diaria están ligadas a algún hecho funesto que reseñar. Así, el 10 de julio es recordado por el secuestro y posterior asesinato por ETA de Miguel Ángel Blanco en el año 1997, con el rechazo generalizado de la sociedad española. Sin embargo, la responsabilidad de aquel hecho absolutamente reprobable (junto a muchos otros crímenes, incluidos los de los GAL) se ha ido trasladando paulatinamente más allá del ámbito terrorista, traspasando fronteras e incluso el espectro ideológico. Desgraciadamente, se ha ido extremando la utilidad política de este día por rédito de los autoproclamados herederos de Franco, la derecha valiente que jamás ha lamentado los genocidios de La Desbandá, Gernika, El Maestrazgo, La Sauceda…, donde nazis y fascistas probaron técnicas de ametrallamiento y bombardeo contra civiles para perfeccionamiento de la Blitzkrieg expansionista. Poco importa que el Covid-19 haya puesto de manifiesto la crueldad de no poder enterrar a los muertos, los carcas pasadores de página con «la guerra del abuelo» y «las fosas de no sé quién», avivadores del orco tuitero, no admiten ya de otros perfiles ni que tuiteen ni que dejen de tuitear cuando entienden que el recuerdo les pertenece exclusivamente a ellos. Pues se han ido apropiando de determinadas víctimas por el mismo motivo que se han ido apropiando de determinadas banderas: irse apropiando de lo común, de lo de todos. Tampoco se puede esperar un razonamiento objetivo de quienes han sido adoctrinados en el nacionalcatolicismo, de los que defienden abiertamente la desigualdad fomentando el enfrentamiento social para lograr su fin.
No tan evocado es el 23 de agosto que quedó marcado en 1936 por los mindundicidios de Jerónima Blanco (embarazada de seis meses) y de su hijo Fernando, de tres años, al que una banda de falangistas nacionalcatólicos lanzaba al aire para tirotearlo parodiando el divertimento del tiro al pichón. O el 29 de diciembre del mismo año, cuando Valeria Granada , asimismo embarazada, fuera asesinada a sus 26 años por celos de una dirigente falangista y abierta en canal por uno de los terroristas de Falange Española para extraer el feto que todavía se movía y rematarlo a pisotones. Como muestra de ausencia de libertad constituyente durante la modélica transición, el ministerio de la Gobernación, con Martín Villa al frente del mismo, permitiría a Falange registrarse como partido legal para las elecciones generales —y no constituyentes— de junio de 1977 (obteniendo representación parlamentaria en el año 1979 integrada en la Unión Nacional de Blas Piñar) mientras se vetó a las formaciones republicanas por ser «contrarias a la forma de Estado» que estaba todavía por ser definida en la carta magna objeto del supuesto proceso de cambio; para el cual, el nombrado por Franco «sucesor a título de rey» en 1969 (año en que todo quedó «atado y bien atado»), Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón, designó a 41 senadores a dedo. Para colmo de defectos formales, fue el rey demérito el que terminó rubricando para el pueblo la Constitución de 1978 que se lo empaquetaba.
El resultado ha sido la orfandad de una forma de estado, de un proyecto de país, con una mera forma de gobierno a medio camino entre la dictadura y la democracia, un parlamentarismo sometido a imperativos de la monarquía y de los partidos que acaban integrados en las instituciones del Estado. Consecuencia, con el retardo concerniente a nuestros singulares lapsos dictatoriales, de la inevitable delegación de poder en una Cámara Baja a través del constitucionalismo que se vieron obligadas a ir adoptando las casas reales y naciones tras la Revolución Francesa para conservar el control, de cambiar todo para que nada cambie. Es lógico que nuestro sistema no difiera del de estados históricamente emparentados y aliados como Alemania e Italia. Y es que no se puede hablar en sentido estricto de una Constitución si no hay libertad constituyente y convocatoria a Cortes para determinar exclusiva e internamente las atribuciones estatales. Esto es, si no se constituye el poder a través del [poder] constituyente elegido para este momento, sino que, además, se dispone por intermediación de la CIA (e inspiración en el texto alemán de 1949 en el caso de España, el artículo 155 p. ej. es un calco, con el Consejo Europeo presidido entonces por el socialdemócrata y exoficial laureado de la Luftwaffe, Helmut Schmidt) la política del día a día —o Tagespolitik— conveniente para EE. UU. y Europa, orientada al enfrentamiento insustancial entre partidos en los parlamentos y a la distracción y manejo de las cuestiones fundamentales desde el entramado económico-militar dictado en primera instancia por el Banco Mundial, el FMI y la OTAN a los derrotados de la II Guerra Mundial y fundadores de la CECA (Alemania, Italia, Países Bajos, Luxemburgo, Bélgica y Francia). No tiene ningún beneficio para la sociedad civil la constitución del poder si, además de ser otorgado y no conquistado, no se separan las funciones legislativa, ejecutiva y judicial. Se retorna al punto de partida, reemplazando el recurso bélico por el de los tribunales.
Por otra parte, la representación democrática es deconstruida con un sistema proporcional de listas de partido (de cualquier modo cerradas según afinidad con la dirigencia). La obligatoriedad de los representantes para con «las finalidades del partido» (recogida en la misma Ley 6/2002 sobre Partidos Políticos que, con voluntad jurídica, permitiría ilegalizar a la renovada voz de Falange) condiciona su compromiso territorial, del mismo modo que la imposibilidad de controlar y destituir a los tribunos desde su circunscripción restringe la libertad [política] colectiva (la limita a las citas electorales) y la cercanía democrática. La determinación del número de escaños únicamente en relación a los habitantes redunda en la competencia poblacional y el vaciamiento de las demarcaciones menos densas. Los partidos judiciales (algo más de cuatrocientos en la actualidad), distribuidos en base a una combinación de extensión y número de individuos, podrían servir de referencia para sopesar un sistema electoral mayoritario de circunscripciones uninominales, considerando la comarca como nivel administrativo, semejante en distribución a las concejos lusos y los distritos franceses.
La libertad individual no debe supeditarse a votación pública que anule las de la parte minoritaria (de manera alternante en un sistema bipartidista). Las minorías son protegidas por las constituciones y los acuerdos internacionales a las que estas se acogen (declaración de los derechos humanos y pactos sobre derechos civiles, políticos, económicos, sociales, culturales…). Normalizar ideologías en las instituciones supone adentrarse en el terreno del autoritarismo, que constatamos en nuestro país con ataques judiciales preventivos como los relativos a la prisión política de los Jordis y los jóvenes alsasuarras, a los encausamientos de las distintas fases de la Operación Araña (sólo a perfiles izquierdistas), a los de los «maestros adoctrinadores» catalanes (y no a los mitólogos españolistas), a los de los CDR catalanes (y no al falangismo), o a los procesos intimidatorios por el simple cuestionamiento de la virginidad de María Santísima. Algo similar está ocurriendo con los escraches, a sabiendas de que no es lo mismo protestar por votaciones en las Cortes que atentan contra derechos, que alardear de todas y cada una de las discriminaciones recogidas en el texto constitucional (nacimiento, raza, sexo, religión y opinión, todas ellas «de mierda»). Tampoco es lo mismo señalar desde la vecindad en una plataforma de afectados, que desde la tribuna o la sala de prensa del Congreso de los Diputados para que otros actúen sistemáticamente. Con una concepción igualitaria tan distorsionada no es de extrañar que la «equidistancia social» del apoliticismo y la «neutralidad religiosa» de la aconfesionalidad (que no la imparcialidad espiritual del laicismo que sí tiene en cuenta a los sin credo) sean deformidades.
Quien ostenta el poder percibe el malestar y se adelanta por medio de sus voceros para anunciar la nueva normalidad, su nueva agenda —apaguen la tele para informarse—, que obviamente se reduce siempre a lo mismo: ahora no toca cambiar (y no me refiero a alternarse en el gobierno), no toca el divorcio de Estado e Iglesia, no toca la austeridad militar, no toca dotar de medios materiales y humanos a los hospitales sino de apps y pasaportes digitales a los asegurados, no toca revertir los recortes en derechos económico-sociales ni revocar el amordazamiento de los de siempre, el de los que piden el debate sobre monarquía o república que, por supuesto, tampoco toca. La vicepresidenta primera señaló la semana pasada que «la jefatura del Estado no está en cuestión en este país» (ciñéndose a la representación parlamentaria) pese a reconocer también recientemente que quienes no ejercen el derecho de voto «son también España». Y tampoco toca dudar de la legitimidad de la bancocracia, ni siquiera después de hacer viral un cataclismo financiero se apela a la fraternidad y se deja de recurrir a la impresión/circulación de dinero para subvencionar a las empresas privadas y anticipar préstamos a la res pública de las menguantes naciones soberanas.
Hay que dejar de celebrar a la generación acomodada que entregó a nuestros abuelos a fondos buitre y pretende sumir en el aislamiento a nuestros hijos con aplicaciones cibernéticas. Probablemente la condena para estos últimos llegará cuando se les honre con dos fechas conmemorativas, el día del hijo y el día de la hija —de momento esos días libramos todos—. A los chalados que esperan resultados diferentes tomando las mismas decisiones una y otra vez, a los negacionistas que descartan cualquier modelo que no priorice la herramienta económica por encima de las personas y del planeta, a los ineptos que anteponen los intereses a los valores, sólo cabe transmitirles: «apártense, ya veremos nosotros cómo deshacemos el enredo, pero ustedes se aparten». Si algo nos ha enseñado la historia es que los cambios no aguardan a las épocas de bonanza. O, como manifestara Machado en su artículo de mayo de 1938, «Desde el mirador de la guerra» , «lo que llamamos guerra es, para muchos hombres, un mal menor, una guerra menor, una tregua de esa monstruosa contienda que llamamos la paz».