«El que tenga oídos, que oiga.». Así reza el texto canónico (y sinóptico) de Leví de Alfeo, más conocido como Mateo el Evangelista, el que fuera publicano (cobrador de impuestos) durante la gestación de la Roma imperial, en su capítulo trece, versículo nueve. Que prosigue diciendo: «Y acercándose los discípulos, le dijeron: ¿Por qué les hablas en parábolas?». A lo que Jesús, individuo transversal —y trinitario— donde los haya, con la habilidad de generalizar sin errar, les respondió con la profecía de Isaías (en alusión a los que ni entienden, ni ven):
«Oir, oiréis, pero no entenderéis,
mirar, miraréis, pero no veréis.
Porque se ha embotado el corazón de este pueblo,
han hecho duros sus oídos, y sus ojos han cerrado;
no sea que vean con sus ojos,
con sus oídos oigan,
con su corazón entiendan y se conviertan,
y yo los sane.»
La hipocresía, el cinismo y las blasfemias, del tamaño de camellos en algunos casos, han sido la tónica eclesiástica dominante durante el aproximado milenio que perdura la participación talibana en la toma de decisiones político administrativas, especialmente decisiva cuando se trata de la unidad de los reinos (en nombre de Dios) —ahí está, es de 1502, la Pragmática de conversión forzosa de los reyes católicos, por la que, en un acto de intransigencia vendido como generosidad monárquica, se conminaba a los españoles musulmanes, después de ocho siglos en la península, a convertirse al cristianismo a través del bautismo masivo bajo la denominación y condición ciudadana de morisco (del griego maûros, «oscuro»), para no tener que abandonar el territorio, al tiempo que se moldeaba la forma arancelaria del mudéjar (del árabe mudaʒʒan, «domesticado»), no habiendo problema con la muda religiosa en el caso de pagar tributo; y lo mismo ocurría con las figuras homólogas en territorio islámico, muladí y mozárabe (muwallad y dhimmi, «no árabe» y «protegido», diferenciados también fiscalmente), institucionalizando de esta manera la aporofobia. La intención de la medida, bajo apariencia de tolerancia institucional como ocurriera en la América colonial, quedó explicitada en las inmediatas enmiendas como la que prohibía el abandono del reino. Había que comulgar con el dogma católico, así se había decidido: importaba más España que los españoles. Lo cual, no fue impedimento para que sendos imperios se beneficiaran de la apertura de esta nueva vía de financiación.
De este modo, resulta bastante más sencillo hablar en una carta magna (la del año 1978, por ejemplo, en su artículo 16 ) de «consiguientes relaciones de cooperación» con la totalidad de Iglesias; si lo que quieres es favorecer a la dominante (por no decir la única), claro está. Resulta que, por un lado, gustan de dejar los textos constitucionales atados y bien atados, mientras que, por otro, vienen permanentemente renovando la fórmula para el desvío de fondos , sistemático, con la doble funcionalidad conocida del indoctrinamiento, de una educación única y exclusivamente enfocada a la formación de productores y consumidores por vía de la asunción de los dogmas del momento (por supuesto también económicos) y de la obediencia.
Por todo esto, pienso que es buen momento para apelar al escrito constitucional: «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación«. ¿Están siendo ahora mismo consiguientes y consecuentes estas relaciones de cooperación entre el Estado y la sociedad? Pregunto.