Los libros de historia están repletos de detalles de guerras emprendidas para controlar rutas comerciales, recursos naturales, mano de obra barata o mercados de masas. Las guerras de los imperios modernos pueden ser lamentables, pero no son inescrutables. Esta distinción es básica para la «detente» nuclear actual, que se funda en el supuesto de que las guerras implican algún tipo de equilibrio racional de ganancias y pérdidas. Si Estados Unidos y Rusia van a perder evidentemente más de lo que posiblemente puedan ganar mediante un ataque nuclear, es probable que ninguno de ellos desencadene una guerra como solución a sus problemas. Pero sólo cabe esperar que este sistema impida la guerra si las guerras en general se relacionan con condiciones prácticas y mundanas. La probabilidad de la autoaniquilación no disuadirá de la guerra si ésta se desencadena por razones irracionales e inescrutables. Si las guerras se emprenden, como creen algunos, principalmente porque el hombre es «belicoso» o «agresivo» por instinto, porque es un animal que mata por deporte, por gloria, por venganza o por puro amor a la sangre y a la excitación violenta, entonces ya podemos ir despidiéndonos de esos misiles.
Los motivos irracionales e inescrutables predominan en las explicaciones actuales de la guerra primitiva. Puesto que la guerra tiene consecuencias mortales para los que participan en ellas, parece presuntuoso dudar que los combatientes saben por qué están combatiendo. Pero la respuesta a nuestros enigmas de la vaca, el cerdo, las guerras o las brujas no se encuentran en la conciencia de los participantes. Los propios beligerantes rara vez captan las causas y consecuencias sistemáticas de sus batallas. Suelen explicar la guerra describiendo los sentimientos y motivaciones personales experimentadas inmediatamente antes del desencadenamiento de las hostilidades. Un jíbaro a punto de ponerse en camino para emprender una cacería de cabezas, acoge con satisfacción la oportunidad de capturar el alma del enemigo; el guerrero crow anhela tocar el cuerpo del enemigo fallecido para demostrar su valor; algunos guerreros se inspiran en el pensamiento de la venganza, otros en la perspectiva de comer carne humana.
Estos anhelos exóticos son bastante reales, pero son la consecuencia, no la causa, de la guerra. Movilizan el potencial humano de violencia y ayudan a organizar la conducta guerrera. La guerra primitiva, al igual que el amor a las vacas, o el aborrecimiento del cerdo, se funda en una base práctica. Los pueblos primitivos emprenden la guerra porque carecen de soluciones alternativas que implicarían menos sufrimiento y menos muertes prematuras.
Fragmento de la obra del antropólogo estadounidense Marvin Harris, Vacas, cerdos, guerras y brujas (1974).