La filosofía aristotélica sentó las bases del pensamiento en torno a la cuestión del modo correcto o justo de conducta en el individuo y la relación de este comportamiento con los gobiernos de las sociedades (no concebidas más allá de la Ciudad-Estado por Platón ni por el alumno, que no discípulo, de su Academia), haciendo indispensable la comprensión del significado de los términos correcto o justo. No es de extrañar por ello que fuera el compilador del Corpus Iuris Civilis que centralizaba el poder en torno al emperador sin sujeciones a responsabilidad, Justiniano I, el que diera la orden de cerrar la escuela platónica en el 529 d. C., después de casi un milenio de actividad. Reseñar que Aristóteles discrepa de Platón (y de Sócrates) en que el conocimiento del bien asegure necesariamente una conducta en consecuencia, indicando que incluso actuando de acuerdo con la consciencia de lo correcto, no se puede hablar de proceder justo si se actúa por obligación o a disgusto, invalidando moralmente la mordaza política y la desmedida continencia de las reivindicaciones ciudadanas.
En sentido contrario a la causa final de procurar el bien en la patria platónica camina el propósito de evitar el mal en el estado ideal de Hobbes, con derechos y deberes fundados en egoísmos y temores (obligando a un severo contrato social) que justifican el Leviathan del autoritarismo absolutista. Monstruos que hemos visto resucitados, milenio y medio después de la restauración justinianea del Imperio Romano, en la calificada como «admirable nación» por el jefe del gobierno español que recobró la línea de pensamiento de fines personalistas y ordenamientos divinos (que había sido alejada tras la renovación de los aspectos político y humanístico de la filosofía renacentista) con la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE) que despreciara la imprescindibilidad de los Valores Éticos y la Historia de la Filosofía, cerrando de nuevo las puertas al saber académico por soberana motivación. La impopularidad de la medida llevó al compromiso por escrito de la oposición de derogar la denominada Ley Wert —en honor al «españolizador» de Catalunya— desde el mismo momento de su aprobación, recientemente apaciguado por la consensuada voluntad en Proposición No de Ley de diseñar un «ciclo formativo en Filosofía secuenciado», primero, y en el documento de los exmarxistas , «Propuestas para la modificación de la Ley Orgánica de Educación», después.
Las leyes naturales sobre las que teoriza Hobbes implican una promesa (y el refrendo de un contrato) como fianza de supervivencia y últimamente hemos escuchado muchas. Entre el sinfín de compromisos adquiridos por la formación que se llevó el gato al agua en las elecciones gracias a la propaganda de órdago farolero —luego de condenar las aventuras populistas—, cabe destacar, además de la supresión de las citadas las leyes Mordaza y Wert (también está el perjurio al respecto del urgente retoque del PP del mercado laboral), las cuestiones de la sobrerretribución en el sistema eléctrico, el bono social, la regulación del alquiler referenciada en el resto de países del primer mundo, el control fiscal sobre SICAVs y SOCIMIs, la adecuada progresividad del IRPF en función de la renta, su relativo impuesto de patrimonio, la reforma de la ley electoral en sentido proporcional, el posicionamiento al respecto de las casas de apuestas, así como las partidas para educación e I+D+i. Mientras para Hobbes el único motivo para pactar es la egolatría que asegura la propia existencia, los aristotélicos proponen hallar la virtud en el justo medio entre exceso y defecto. Mientras los borbónicos piensan que el estado son ellos, los radicales dubitativos resisten porque piensan.
Según el tutor estagirita de Alejandro Magno, la persona que posee y practica virtudes morales disfruta del bienestar, vive una vida completa. El Estado justo es el que facilita, estimula y educa a sus ciudadanos para la actualización humana (y la renovación del pacto social), y el gobierno justo es el que posibilita el desarrollo de virtudes morales. La razón (de ser) del Estado es la de fomentar en el individuo dichas prácticas. Si los ciudadanos entienden las leyes de un Estado como garantía de su pleno bienestar (desechando, claro está, el sistema de vasallaje feudalista previo al nacimiento de los estados de múltiples ciudades), se someterán de buen grado a dichas normas. Para Aristóteles, el hombre es un animal político que sólo puede existir en un estado bueno. Según Eduardo Inda, «el mayor animal político que ha tenido este país desde Felipe González» es Susana Díaz. O al menos lo era en mayo de 2016 cuando los herederos de Chaves, Ibarra y Bono, así como el paladín del búnker psocialista A. García Ferreras (presentador del evento en el que se pronunció la singular e histórica cita), podrían haber previsto los malos resultados de Sánchez Castejón en las elecciones autonómicas del 25 de septiembre en Galicia y Euskadi que propiciaran el golpe bajo de la mitad de la ejecutiva federal sólo tres días después para satisfacer la necesidad de desbloqueo político de los presupuestos generales de M. Rajoy.
La «Consulta ciudadana sobre el Gobierno de España» promovida por Unidas Podemos que se cierra mañana y sobre la que no ha dejado pasar la oportunidad de opinar el sectario barómetro del ‘Atresmedia de izquierdas’ ha levantado las primeras ampollas entre los barones conservadores de territorio autónomo de Ferraz. Así, la pupila de Chaves ha hablado de «gran farsa con la que Iglesias pretende enmascarar su deseo personal». El de Ibarra, de «trampa para un nuevo no a la posibilidad de un gobierno de progreso como el acordado con Cs». Y el ojo derecho de Bono, de «no ser dependiente de los independentistas» ni «presidente a cualquier precio y de cualquier manera». Asimismo, llama la atención el ahora padrinazgo sin fisuras del capataz gubernamental en funciones por parte del animal político por antonomasia —desde el punto de vista cloacal—, al que bien pudieron recordarle en el año 1993 la potestad imperativa del separatismo ministerial que incontestablemente recoge en su artículo 100 el contrato constitucional.